El autocine (XX): El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg

10 diciembre, 2015

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Desde la salida de un barrio residencial, el punto de vista adoptado en El diablo sobre ruedas (Duel, Universal, 1971; estrenada al año siguiente) es tanto el de un conductor como el de su propio vehículo; ambas perspectivas quedan unificadas gracias al empleo de la cámara subjetiva.

Es un modo excelente de concretar el tono del relato nada más arrancar. Posteriormente, contemplamos cómo el automóvil avanza por un espacio casi desolado, si bien, más yermo de afectos que de personas. Hasta que al fin, la cámara personaliza el vehículo enfocando al conductor.

El perfil de este se corresponde con el de un hombre “corriente”, un ciudadano “medio” (en estupenda composición de Dennis Weaver), que, en determinado momento de la película, es descrito por su esposa (Jacqueline Scott) como “un tipo tranquilo”.

Las relaciones de pareja, o familiares, se presentan un tanto anodinas y distantes. En su viaje de negocios, Dave Mann, que así se llama nuestro protagonista, solo tiene la compañía de los vulgares programas que emiten las emisoras de radio.

Hasta que lo insólito rompe con su rutina ordinaria. Steven Spielberg (1946) inserta en determinado momento un plano, consistente en un movimiento lateral de la cámara, que sobrepasa a ambos vehículos en liza y se coloca en cabeza, momentos antes de que Mann rebase al camión que le dificulta el transito. Es un plano que permite calibrar la diferencia de volumen -y naturaleza- entre uno y otro.

A este primer plano le seguirá otro -una nueva intentona por parte de Mann de quitarse de encima el camión-, en el que podemos distinguir la figura de un oponente completamente humano. Pero la cualidad de esta figura tan misteriosa parece ser, pese a todo, la “invisibilidad”. Más tarde, en la gasolinera, o cuando lleva a cabo indicaciones de adelantamiento, solo vislumbramos el brazo y unas botas. Finalmente, volvemos a contemplar las manos del camionero desde el interior de su cabina, mientras trata de embestir al Plymouth de color rojo.


Para Dave Mann, este encuentro supone un trueque de perspectivas. Llega un momento en que su reunión de trabajo, fundamento cotidiano y mecánico, deja de tener la menor relevancia; las prioridades han cambiado y se tornan más primarias. Unos acontecimientos inusitados, que son adecuadamente sintetizados por medio del bien aplicado recurso de la voz en off, durante la secuencia del bar de carretera, rodada en parte, como apoyatura visual a tales reflexiones, cámara en mano.

Y es que este proceso de ruptura con el “orden” establecido se acompaña de un expresivo lenguaje visual, como demuestra la mesurada alternancia de planos durante el inicio del trayecto de Dave: imágenes del retrovisor, el espejo, el volante, la radio, el cuentakilómetros, vistas desde el asiento trasero, desde el exterior –sobre el capó-, travellings que acompañan la ruta del vehículo, planos generales que lo sitúan en el antedicho escenario… La labor del montador Frank Morriss (1927-2013) resulta esencial para el desarrollo del relato; constituye, ciertamente, la narrativa en sí misma.

Formando parte de ella, también se encuentran los encadenados que el realizador emplea para denotar el paso del tiempo; por ejemplo, durante la referida secuencia inicial del acceso de Dave Mann a la vía de lo imprevisible, o cuando este dormita junto a las vías del ferrocarril.


A estos elementos podemos añadir una música extrañadora, angustiosa, intrigante, introspectiva, con la sugerente incorporación de sonidos electrónicos… obra del compositor Billy Goldenberg (1936; una reciente edición en CD permite conocer tan interesante trabajo en toda su dimensión: Intrada, volumen 305). Tarea con el sonido que se extiende a otros elementos bien ensamblados, como el rugido de un camión con apariencia monstruosa, un Leviatán que, además, presenta varias procedencias y ninguna, como atestiguan sus diversas matriculas, a modo de souvenirs.

En este sentido, el enfrentamiento entre automovilistas parece bastante “humano” -con todo lo que ello lleva implícito-, sujeto a un nivel “terrenal”; en tanto que el duelo sostenido por sus vehículos es más peliagudo de catalogar. Una interpretación de corte sobrenatural es perfectamente plausible. Puede que ambas máquinas estén tan vivas como sus ocupantes; tal vez, posean su propia y antagónica naturaleza…

De hecho, ambos vehículos padecen al igual que los conductores, principalmente, al hacer frente a terrenos bastante elevados: el humo blanco del radiador que derrama el Plymouth durante su subida final es un buen ejemplo de fisicidad, de encarnación. En el fondo, el guionista Richard Matheson (1926-2013) está mostrándonos dos criaturas que, pese a sus denodados esfuerzos, terminarán por yacer juntas. No obstante, el coche es el único medio que liga a Dave con la civilización (o con lo civilizado), el último baluarte en medio de un inhóspito paraje.


Otro buen ejemplo del trabajo con la edición lo encontramos en las imágenes que ilustran el acoso ante el cruce de vías; junto con los planos segmentados de acercamiento al frustrado protagonista, que constituyen unos hitchcockianos saltos o etapas bruscas del montaje (es decir, de la narración, que aquí suscribe la sorpresa y el estupor del urbanita).

No en vano, en El diablo sobre ruedas el mal es tan abstracto como aleatorio: ha escogido a Dave y no a otro vehículo; lo que, siguiendo en la línea del referido acoso, equipara a nuestro protagonista -salvando las distancias que se quieran- con el personaje de Cary Grant (1904-1986) en Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959); concretamente, cuando Dave escapa del ataque del camión en los aledaños a la vivienda de la aficionada a los reptiles y las arañas (Lucille Benson).

De igual modo, llama la atención una acusada incomunicación que no es gratuita, en el mencionado bar o con otros conductores. Hasta la visión del mundo infantil se nos presenta en forma nada complaciente, durante la toma de contacto de Dave con los ocupantes de un autobús escolar averiado.

Escrito por Javier C. Aguilera



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