Adaptaciones (LIV): La noche del cazador, de Davis Grubb y de Charles Laughton

20 noviembre, 2015

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Como formando parte de un duermevela, el producto de la mente del narrador, o los recuerdos del joven protagonista, los diálogos de la novela La noche del cazador (1953; Anagrama, 2000), de Davis Grubb (1919-1970), se intercalan en el corpus narrativo sin ningún tipo de separación formal, configurando los distintos capítulos, o “libros” en la terminología del autor (cuatro en total, más un epílogo).

Lo mismo sucede con un argumento dramático pero distanciado, con preponderancia del tiempo presente (Ben Harper le cuenta su historia al predicador Harry Powell). La metodología empleada por Grubb se construye a base de saltos temporales, sueños, pensamientos, temores, evocaciones… y solo ofrece el espacio en blanco entre los párrafos para hacer notar el transcurrir del tiempo.


Más que un predicador al uso, la legendaria figura del ogro del relato nos recuerda a lo que entendemos por un “iluminado”. En palabras del traductor Juan Antonio Molina Foix (-), el cristianismo evangélico, fusión de las doctrinas calvinistas y luteranas, es pródigo en “inspirados” por Dios (cuestionable será si este tiene realmente la culpa), y se caracteriza por el rechazo de los sacramentos y las jerarquías sacerdotales tradicionales, la interpretación literal de la Biblia (ahí es nada) y las asambleas de conversiones donde se purga la culpabilidad (Nota pg. 32; los paréntesis son míos). De hecho, “su espíritu se animaba gracias al fervor divino y al odio hacia las asquerosas masas de prostitutas y rufianes”, precisa el escritor respecto a su personaje, cincelando una actitud que se enmarca a inicios de la Gran Depresión (1929- c. 1940).

En esta ocasión he preferido enlazar novela y película en un mismo artículo, ya que esta última resulta una fiel transcripción de aquella, por lo que apenas se aprecian diferencias significativas. Podemos señalar, no obstante, en el texto, el ingenioso detalle de querer dar con el paradero del botín afanado por Ben Harper por medio de una ouija, o el hecho de que se proporcionen algunos detalles más sobre la vida pasada de Rachel Cooper, el hada madrina de la narración (casi más cercana a un “superhéroe” moderno: con sus luces y sombras).

En cualquier caso, la película supone una fascinante traslación a imágenes que, a mi modo de ver y precisamente por eso, trasciende la novela.


En su versión cinematográfica, con producción de Paul Gregory (1920) y adaptación del original por parte de Grubb, el propio realizador -no acreditados- y el poeta y novelista “maldito” James Agee (1909-1955), La noche del cazador (Night of the Hunter, United Artist, 1955) nos previene acerca del engañoso mundo de las ideas fáciles. “Desconfiad de los falsos profetas”, advierte la viuda Rachel (Lillian Gish), nada más dar comienzo el relato, desde su posición privilegiada de hada buena, mamá ganso o ángel de la guarda.

La quimérica imagen de presentación se superpone a la de uno de esos profetas, Harry Powell (el excelente Robert Mitchum), pero solo después de que, sentada su particular jurisprudencia, unos niños hayan encontrado el cadáver de una de sus víctimas en un cobertizo. El “predicador” se justifica así mismo, achacando a Dios, en campechana conversación, que “no importa que yo mate; tu Libro está lleno de muertes”.

Amor y odio se dan la mano en la figura de tan avieso Barba Azul, aunque nuestro novel y ejemplar director, el actor Charles Laughton (1899-1962), nos muestre, en primer lugar, ambos aspectos –tatuados en sendas manos- por separado, antes de escenificar la fulminante combinación, reflejo de la propia escisión del personaje. Pese a todo, el joven y resuelto John Harper (Billy Chapin) está con la mosca detrás de la oreja debido a la ubicación del dinero, que él sí conoce. Sabe qué es lo que realmente persigue el predicador. Abundando en ese carácter fabulesco connatural a los niños, añade Grubb que “quien hubiera visto a John y Pearl en aquellos tiempos revueltos se habría imaginado que eran ángeles caídos(pg. 205).


Son todos los citados, aspectos sostenidos gracias a la labor fotográfica de Stanley Cortez (1908-1997) y la partitura de Walter Schumann (1913-1958), pródiga en tonadas infantiles, que se insertan en el organigrama de una composición envolvente y telúrica (existe edición en CD por RCA-BMG, a modo de narración).

De este modo, se otorga un preponderante protagonismo a la expresiva iluminación de la puesta en escena, hasta cuando esta pretende ser cálida y bucólica. Las impresiones de la vida rural atenazan como sombras de una gloria obsoleta, en un lugar en el que ya ni siquiera el vapor que transita por el río –símbolo de cierta modernidad- atraca en sus orillas. Un ambiente en el que encaja como anillo al dedo el carácter abnegado de Willa (Shelley Winters), madre de John y Pearl (May en la versión en español: Sally Jean Bruce).

El posterior hallazgo del cuerpo de la mujer bajo las aguas, en el interior de su Ford-T, en una imagen estática pero móvil, será el paroxismo de esa estética entre candorosa y perversa (un punto de vista de vista realmente abisal). En dicha imagen, un anzuelo enlaza a la fallecida con tío Birdie (James Gleason), viudo en la película y, finalmente, otro adulto con el que John Harper no podrá contar. Rematando el impacto visual, el realizador enlaza al asesino con su víctima por medio de un encadenado.


Dentro de esa estética simbólica podemos agregar el plano sostenido de la manzana (el que precede al regalo navideño de John), que denota el acercamiento de los náufragos con la anciana pero vitalista Rachel; “todavía sirvo para algo más en este cansado mundo”, confiesa. O el de la adolescente Ruby con el predicador, que literalmente se interpone entre ella y uno de sus jóvenes “pretendientes”; junto con aquella otra imagen que muestra a Rachel montando guardia, a modo de acoso contemplativo entre las fuerzas del bien y del mal, en un mundo que “no está hecho para los niños”.

Entre otros aspectos simbólicos de la película, destaca también uno de los elementos primordiales al que ya hemos hecho alusión: el agua. El viaje en barca de John y Pearl se equipara (indirectamente) con el trayecto mítico de otro huérfano célebre, el Moisés bíblico.

En este sentido alegórico, cuando el recorrido por “la cálida y maternal corriente del río” está tocando a su fin, Laughton liga a los chicos con el cielo estrellado, por medio de un elegante y ascendente movimiento de la cámara. No en balde, el realizador siempre encuentra la forma de acendrar todas las situaciones tendentes al estereotipo, como la relación de Ruby (Gloria Castillo) con los muchachos, los juicios de Ben Harper y Harry Powell, o incluso el asesinato, por medio de una puesta en escena en la que el esteticismo se entremezcla continuamente con el crudo realismo del relato y su marco histórico. La esperanza y lo onírico son vertientes de una pesadilla bastante real.

Escrito por Javier C. Aguilera


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