Clásicos Inolvidables (LXXVI): Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer

15 octubre, 2015

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Yo podré adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia… (Creed en Dios).

Tan solo treinta y cuatro años pudo vivir Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870). Un periodo breve aunque intenso en cuanto a la literatura se refiere, arte en el que no pocas veces halló el más perfecto modo de comunicación a la hora de traducir la pesadumbre o la cotidianidad amorosa del ser humano, proporcionando obras muy sentidas, y en algunos aspectos formales, también anticipadoras.

Este rasgo de modernidad se concentra de manera muy especial en las leyendas. Relatos desperdigados por diversas publicaciones, pero no tanto en el tiempo: su elaboración los circunscribe al periodo de 1858 a 1864; al menos, en lo que a la catalogación tradicional de las leyendas se refiere (un corpus que posteriormente se ha visto ampliado con otras narraciones).


Decimos que solo treinta y cuatro años vivió Bécquer, pero esto es un reduccionismo que lo circunscribe exclusivamente al plano físico, ya que en el muy idiosincrático mundo de las letras su obra permanece viva (y coleando como la de tantos otros grandes autores: por épocas).

Existen antecedentes, sobre todo dentro de la llamada literatura gótica, un género que sabemos que Bécquer conocía, al menos en parte. Pero también hay consecuentes, ya que, fuera conocido por estos o no, el escritor sevillano dejó una impronta muy personal en dicho género por medio de sus narraciones legendarias, su particular composición de atmósferas y su capacidad descriptiva de raíz tanto localista como universal.

En cualquier caso, el conocimiento o desconocimiento de la obra de un autor determinado no es solo achacable al chauvinismo de los demás; continuamos sin saber aprovechar debidamente el gran caudal artístico, que no solo literario, español en otras latitudes, salvo muy esporádicas incursiones, funcionarialmente circunscritas a los tres o cuatro nombres de costumbre –aunque, sin duda, de primer orden-.

Aunque fuera por necesidad -que en esto no fue primero ni último- Bécquer se toma en serio las evocadoras ensoñaciones que favorecen las leyendas, desarrollándolas en torno a su propio temperamento romántico, y a veces, como señalaremos, llegando a incorporarse en las mismas como un personaje más. Entre tanto, cierta estabilidad encontró el escritor como adaptador y libretista de zarzuela, además de como redactor y, finalmente, director de los diarios El Contemporáneo y El Entreacto, llegando incluso a ejercer de censor de novelas de forma esporádica. Pero pese a iniciar también estudios pictóricos junto a su hermano Valeriano (1833-1870), sus mejores paisajes los dibujaría por medio de la palabra, tanto en poesía como en prosa, apartado en el que también debemos incluir sus crónicas periodísticas, testimonios en los que supo reflejar las contradicciones y fealdades de las ciudades y sus habitantes.

Ambos aspectos, real e imaginario (o mejor, no demostrable empíricamente), quedan inexorablemente imbricados en aquellos relatos en que sobreviene la locura, a la que generalmente ha conducido una transgresión, en una característica argumental que emparenta a Bécquer con el posterior Maupassant (1850-1893) de los relatos de locura y horror, o como también lo relaciona –como espero tener ocasión de abordar en un futuro- con los mistéricos relatos de Hoffmann (1776-1822) y Sheridan LeFanu (1814-1873).

Landscape with castle in ruins, de Arnold Böcklin
Es en el sustrato de estos cuentos legendarios, como los denomina Pascual Izquierdo (-), responsable de la edición para Cátedra (Letras Hispánicas, 2000), donde encontramos elementos que participan del romance tradicional, producto de un autor que sabe emplear una prosa poética, pero prosa auténtica, con sus valores narrativos (Introducción). Si bien, para alabar su perfección formal o estética no nos parece necesario esgrimir la decadencia de un género, salvo que lo circunscribamos a los escasos, aunque magníficos frutos de una España siempre tan encerrada en sí misma -como muchas veces el resto de países poco abiertos a los demás, como recordaba al principio-, en cuyo caso, más que de decadencia, habría que hablar de prodigiosos destellos.

El hecho es que Bécquer acomete estas tradiciones alumbradas por lo maravilloso y por el inmortal paso del tiempo -cierto mágico estancamiento-, sin perderse en digresiones y, como anota Izquierdo, con un sentido cinematográfico del ritmo. En su literatura construye atmósferas de aliento romántico y voz personal recreando el mundo del pasado pero, al mismo tiempo, impregnándolo de tonalidades propias de su microcosmos poético

Así mismo, el autor como cronista anticipa las estructuras narrativas de un M. R. James (1862-1936), pongo por caso, en sus cuentos de arqueología y de fantasmas. Trataremos de desgranar algunas de esas claves de la modernidad de Bécquer a lo largo de nuestro comentario.


Por ejemplo, en El caudillo de las manos rojas (Tradición india), las concisas pero esenciales estampas que componen el peregrinaje del rajá Pulo Dheli, carcomido por el remordimiento de un acto criminal, se nos aparecen como imágenes casi impresionistas. No en vano, como bien se recuerda en la introducción y en diversas notas a pie de página, los recursos de Bécquer llegan a preludiar incluso el modernismo. Basten como ejemplo expresiones como “de su seno brotaba un caudal de armonías”, “gigantes cataratas de sangre negra y espumosa”, “torrente que se derrumba en sábanas de plata”, sin olvidar el componente sobrenatural, “fantasmas que engendra su mente durante las horas de reposo”…, junto a otras preciosistas representaciones del sueño.

Aunque tal vez se alarga en exceso, El caudillo de las manos rojas me recuerda las (también posteriores) fantasías orientales, tales como el cuento Los ojos del hermano eterno (1922) de Stefan Zweig (1881-1942) o la popular Siddharta (también 1922) de Hermann Hesse (1877-1962).

La Creación (poema indio) participa de la misma estructura, si bien su dinámica esgrime un tono más socarrón, erigiéndose en traviesa paráfrasis del mito de la creación, donde la naturaleza glosada es consecuencia de la mente aún no formada de los más pequeños de la casa. Aprovecho para señalar, con respecto a la referida introducción, que el detallado comentario de cada leyenda que se adjunta (estudio unitario), me parece más aconsejable una vez ha concluido el lector la lectura de los textos.


Del endogámico relato del rajá y la bulliciosa glosa de la creación pasamos a la más reconocible estructura argumental que articula el resto de leyendas. Continuando con los rasgos de esa modernidad del autor, debemos señalar la superposición de narradores en La cruz del diablo, donde un lugareño relata la historia al propio cronista, en un escenario que además incluye “unas luces misteriosas y fantásticas cuya procedencia nadie podía explicar”. El relato se desdobla hasta tres veces al retomarse el hilo argumental por medio de la confesión de un malhechor, y las ulteriores aclaraciones del incidente en cuestión por parte de un alcaide. Anotamos, de igual modo, cómo el escepticismo de muchos de los personajes se ve sobrepasado por los acontecimientos de esa otra realidad.

Así, en La ajorca de oro (leyenda toledana) el joven Pedro es preso de un encantamiento por amor, que le fuerza a cometer un acto sacrílego; acción que se verá duramente castigada con la pérdida de una razón que produce monstruos. Pese a todo, el quid radica en la ambivalencia de lo narrado, en hasta qué punto el miedo ha hecho al desdichado protagonista distorsionar la realidad que le rodea… o no; aspecto al que se añade el misterio no resuelto de la naturaleza y procedencia de la inductora del delito.

Un quebrantamiento cuyo desenlace es un pétreo aquelarre que encuentra su individualizada vuelta de tuerca en El beso (leyenda toledana), uno de mis relatos favoritos, aunque no sea de los más recordados. En él, un arrogante oficial francés constata todo el peso de esa otra realidad, durante la Guerra de Independencia (1808-1814), en una “interacción física” que, así mismo, nos remite a La cruz del diablo, si bien en este relato se trataba de un episodio anecdótico y no del sorprendente desenlace. En cualquier caso, de nuevo acontece en El beso la citada ambivalencia de los acontecimientos: “el champagne comenzaba a trastornar las cabezas…”.


La Noche de Todos los Santos no parece la mejor ocasión para merodear por El monte de las ánimas. Aún así, se ven activados los mecanismos del recuerdo, no por medio de ningún bollo o magdalena, sino gracias al doblar de unas campanas. Es por ello que el resto del relato transcurre en retrospectiva y es transcrito por su protagonista, en vista de no poder conciliar el sueño. En esta leyenda de ambiente soriano, no parece baladí el nombre de Beatriz, pues de alguna manera, será el motor que transporte al joven Alonso a un escenario ciertamente dantesco.

Pero además, el narrador se identifica con el propio autor al referirse como colaborador del periódico El Contemporáneo. Esta singularidad respecto a la voz narrativa equipara la presente leyenda con La cueva de la mora, en la que dicha voz puede llegar a corresponderse con la del lector que, separando el ramaje, se aboca al interior de lo desconocido, momentos antes de que, una vez más, se produzca un salto y el relato culmine por boca de un labriego.

A su vez, divertida es la confesión del narrador en el arranque de Los ojos verdes a propósito del título: “no sé si en sueños, pero yo los he visto”, sobresaliendo también las calculadas elipsis de un capítulo a otro (estos suelen ser breves), tal cual sucederá en la transición del segundo al tercero en Maese Pérez, el organista.

De igual modo, presenta El rayo de luna un desenvuelto comienzo, que da cuenta de cómo el carácter del simpático Manrique lo convierte en alguien distinto a los demás. En su soledad de los campos, el noble muchacho vislumbra a una joven iluminada por la luz de la luna… Pero Bécquer anticipa y concluye que, como tantos otros románticos, Manrique “había nacido para soñar el amor, no para sentirlo”. El joven parte en pos de un ideal que se torna en desengaño (el lector descubrirá la razón), frente a una realidad contemplada como la ausencia del elemento imaginativo y maravilloso.

Burg Scharfenberg at Night, de Ernst Ferdinand Oehme
Inolvidable es constatar cómo Bécquer emplea el lenguaje para transmitir la inefable experiencia de las ejecuciones de Maese Pérez, el organista, en cuyas manos la música pasa de los acostumbrados e “insulsos motetes”, a arrancar “lágrimas como puños”. No sabemos por boca de quién habla el narrador hasta bien avanzado el primer capitulo, y como sucede en otras leyendas, la voz de un personaje particular se alterna con la tercera persona omnisciente.

El hecho es que Maese Pérez ya tiene setenta y seis años y no está dispuesto a perderse ni una sola Misa del Gallo, en esta leyenda sevillana que constituye toda una obra maestra que, por sí misma, debiera figurar en todas las antologías -me refiero a las foráneas- del género.

Por su parte, Creed en Dios narra la historia del último e impío barón de Fortcastell, de manos de otro narrador inconcreto. Sobre esta cantiga provenzal recae la sombra del relato Rip Van Winkle (1819) de Washington Irving (1783-1859), además de agazaparse la de -nuevamente posterior- El sabueso de los Baskerville (1902) de Arthur Conan Doyle (1859-1930); concretamente, en lo que se refiere a la preliminar pero detonante figura de sir Hugo de Baskerville; si bien, el camino emprendido por Teobaldo, que así se llama nuestro personaje, le conducirá más allá, a regiones aún más asombrosas.

Monastery in ruins, de Caspar David Friedrich
En la mayoría de esas regiones despunta la visión de un lugar construido y habitado por los seres humanos, pero que ya no es más que un mero recuerdo. Me refiero a las evocadoras ruinas románticas, ya procedan de un monasterio (El miserere), un palacio (El Cristo de la Calavera), un castillo abandonado tiempo atrás (El gnomo) o una fortaleza árabe (La Cueva de la Mora).

Procediendo con El miserere, es este un relato en primera persona que se inicia con el hallazgo de un valioso documento musical basado en un salmo del rey David. Estamos ante un nuevo ejemplo de relato dentro del relato; así, hasta tres veces, puesto que la leyenda religiosa se la refiere al narrador un anciano y, a este último, un pastor. Además de que, tal vez estemos ante un nuevo episodio de sugestión -por mediación de un sueño- o ante la “auténtica” impregnación de un enclave; en este caso, debido a los acontecimientos nefandos que han determinado señalarlo con una cruz en plena festividad del Jueves Santo.

El miserere es la segunda leyenda de ambiente musical, que igualmente destaca por su feliz conclusión con final abierto. Por su parte, La rosa de la pasión (leyenda religiosa) cae de bruces en el maniqueo tópico antisemita, en la figura de toda una comunidad sefardí, practicante de ritos criminales, incluso en Viernes Santo -no es algo privativo de Bécquer como de unos prejuicios que, aún hoy, algunos se empeñan en seguir alimentando haciendo honor a su ignorancia-. Pese a todo, la espectral imagen del culto sacrificial no carece de fuerza (valoración) narrativa.

Eternal Love, de G. Genot
En el irónico y excelente El Cristo de la Calavera, la joven de alta cuna pero baja cama doña Inés de Tordesillas, es pretendida por dos amigos de toda la vida, Lope y Alonso, que de este modo ven peligrar su amistad, en un círculo en el que las pasiones se muestran tan efímeras como eterno es el propio deseo. Afortunadamente para ambos contendientes, el entuerto se resuelve amigablemente.

Una nueva rivalidad amorosa, esta vez entre hermanas, vertebra El gnomo, leyenda aragonesa especialmente poética, en la que incluso los elementos de la naturaleza llegan a entablar un diálogo con los protagonistas. Algo parecido a esas “voces que se acompañan del rumor del aire, el agua o las hojas…” en La corza blanca, donde las risibles experiencias de un pobre pastor son motivo de burla para el hacendado don Dionís y sus monteros, en tanto que la leyenda desarrolla de forma trágica y congruente la relación entre Constanza, la hija de Dionís, y el joven montero Garcés. Finalmente, en La promesa, Bécquer incluye un auténtico romance en verso, que resultará clave en la resolución del dilema amoroso.

Retomando la idea de las ruinas, podemos asegurar, para concluir, que las leyendas de Bécquer están cinceladas en el material más noble y duradero que existe, la piedra, y que con su magisterio, esta no solo habla, sino que además suele tener la última palabra.

Escrito por Javier C. Aguilera 


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