Castillos en la arena, de Vincente Minnelli

30 mayo, 2015

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Imágenes de las costas californianas acompañan a los títulos de crédito de Castillos en la arena (The sandpiper, MGM, 1965), junto a la canción de Johnny Mandel (1925), The shadow of your smile, que formaba parte de la banda sonora y que se hizo muy popular. El paisaje es idílico, pero las relaciones, no ya sentimentales, sino humanas, distan de serlo.

Ambos aspectos quedan realzados por la excelente fotografía de Milton Krasner (1904-1988) y el buen pulso narrativo de Vincente Minnelli (1903-1986), que traduce visualmente el guión de Dalton Trumbo (1905-1976) y Michael Wilson (1914-1978), elaborado a partir de la historia original de Martin Ransohoff (1927), también productor de la película. Parece que entre medias ya se produjo una primera adaptación por parte de Irene (1910-1985) y Louis Kamp (1907-2007). Mientras presentamos a los personajes principales, tantearemos la atmósfera vital en que se desenvuelven. Y en un momento en que parece incrementarse el odio visceral entre ideologías no estará de más recordar un relato cuya tesis es que todos pueden aprender cosas valiosas los unos de los otros, si están lo suficientemente abiertos a ello.

Vincente Minnelli
Laura Reynolds (Elizabeth Taylor) sobrevive pintando en su cabaña junto al mar, en compañía de su hijo de nueve años, Dani (Morgan Mason). Viven, como se suele decir, en comunión con la naturaleza, hasta que un incidente protagonizado por el muchacho (que no desvelaré, pero que Minnelli enclava, precisamente, en un marco idílico a más no poder) hace necesaria una instrucción judicial; siendo la tercera vez que esto sucede, aunque en distintos niveles de “gravedad”. Y es que la naturaleza también puede ser cruel.

Según comenta al propio juez Thompson (Torin Thatcher), Laura ha sacado a su hijo del colegio porque “el maestro era idiota”. A esto le reprocha el letrado, no sin cierto sesgo colectivista, que es peligroso tomar decisiones basadas únicamente “en su juicio como ser humano individual” (no se puede vivir al margen de las instituciones o, si se prefiere, aislado). Pero el nudo gordiano del conflicto no lo encontramos aquí (equivocada o no, Laura no está dispuesta a renunciar a su individualidad), sino en el ejercicio emocional y educativo que atenaza al chico.

A pesar de su buena voluntad, Laura está cortando las alas al muchacho, como también suele decirse; o para expresarlo de otro modo, está impidiendo que este pueda conocer otras opciones que, a la larga, faciliten sus posteriores elecciones como individuo libre. Lo que Dani necesita es disponer de ese tiempo para poder escoger por sí mismo. A partir de aquí, la identificación con el sandpiper al que hace referencia el título original de la película, un pájaro (andarríos) al que Laura está curando un ala rota, resulta evidente.


La solución será enviar a Dani a completar su educación, ya que todos admiten que está bien instruido en determinadas materias, al colegio episcopal de San Simeón, regentado por el sacerdote y profesor Edward Hewitt (Richard Burton), que, a su vez, recibe una inapreciable aunque invisible ayuda por parte de su esposa Claire (Eva Marie Saint). Pese a que Laura se niega, en un principio, por prejuicios ante una educación religiosa, pronto comprenderá que el centro no es un reformatorio o, como comenta el doctor Hewitt, “un campo de concentración”.

La vida “al margen” de Laura, que se ha definido como “naturalista”, no debe eximir de una responsabilidad hacia la formación de su hijo. En realidad, su aislamiento se enmascara con una huída de ciertas responsabilidades, a las que complementa con la eliminación de “toda creencia sobrenatural”, esto es, con la supresión del elemento humano trascendente, para sustituirlo, indirectamente, por otra espiritualidad o filosofía supuestamente “no moral”. De este modo, su aversión hacia determinadas instituciones humanas pretende ser equiparable al rechazo de lo sacro y de este punto de inflexión surgirá también la necesidad de “no volar antes de tiempo” (como parece que le sucedió a ella).


El dilema que se nos planeta es casi de raíz kantiana: al repudio hacia aquellos “tutores” que anulan la capacidad de reflexión personal se añade la alerta, producto de la pereza o la cobardía, de caer en las garras del populismo, erigido como un nuevo altar de acomodo material y bienestar “espiritual”, con sus particulares “sacerdotes”.

Por su parte, Edward habrá de hacer frente a sus prejuicios como creyente en una sociedad en plena pugna identitaria y en una época en que la iglesia católica pretende un más amplio y renovado acercamiento a los fieles (la filmación de la película coincide con el desenlace del Concilio Vaticano II). Una cavilación vital aneja a su descubrimiento de la atracción y la sensualidad que, claro está, acabarán desembocando en la severidad del remordimiento y la culpa.

A nivel personal, Edward se halla hastiado de su papel de recaudador de fondos en el organigrama de la financiación del colegio, una cíclica y poco edificante tarea administrativa que conlleva la permisividad de muchos intereses personales y la práctica de la adulación (en una imagen sarcástica, Minnelli lo muestra en el consabido campo de golf). Finalmente, el docente deberá ser consecuente consigo mismo y vencer la hipocresía que le rodea, pero de la que él ha entrado a formar parte debido a su relación con Laura.


El primer encuentro entre Edward y Laura es una sucesión de desavenencias, por lo que Minnelli compone la secuencia ubicando a cada personaje dentro de su propio plano, de tal modo que estos quedan distanciados por la gramática cinematográfica tanto como lo están anímicamente. Más tarde, conforme su relación se va estrechando, ambos protagonistas ya se verán encuadrados dentro del mismo plano. No obstante, en algo sí que están de acuerdo el ministro y la pintora aún sin ellos saberlo. En su pesimismo antropológico; es decir, en la visión de la naturaleza corrupta del ser humano, a la que cada uno aplica sus propias pautas de conducta. Y aunque ambos constatan que no hay nada idílico en este mundo (o que cien años dure), la ilusión de que sí lo hay persiste.

Edward le hará ver (o recordar) que la creación artística es, junto con la transmisión del conocimiento que se lega a los que vienen detrás, una responsabilidad que proporciona sentido a una existencia a la que solo aguarda la muerte y el olvido (pueden ser sinónimos). Y que, de este modo, no puede existir auténtica libertad sin conocimiento. Por contra, el paradigma de la vida desinhibida y la perpetuación de los arquetipos queda representada por los personajes del accionista Ward Hendricks (Robert Webber) y, en el otro espectro, por los amigos de Laura, Larry (James Edwards) y el escultor beatnik Cos Erickson (Charles Bronson), portador de un mayor –y necio- radicalismo.

Pero los polos opuestos se atraen, y gracias a su compromiso con el matrimonio será Edward el primer hombre que, irónicamente, haga sentir a Laura la plenitud de una vida en pareja (siquiera por un corto espacio de tiempo).


En este sentido, ni uno ni otro personaje ha logrado alcanzar una verdadera libertad. Un anhelo que se patentiza en el estallido de color rojo, tan caro a Minnelli, de un poncho o de un paño sobre el que reposa un pajarito (un concepto cromático que, como pudimos ver en su día, también estaba presente en Rebelde sin causa, Nicholas Ray, 1955).

Pero el acercamiento de posturas entre Laura y Edward será totalmente natural, y no me refiero exclusivamente a lo afectivo, sino también a lo intelectual. La noción de lo que es sagrado acabará trascendiendo el plano de aquello que está presente en toda vida o materia, para sobrevolar el conjunto del proceso creativo y del propio soma, en una visión más amplia que sabe hacer frente a la eterna trampa del dualismo.

Con respecto a lo afectivo, sobresale un momento. Aquel en que Edward excusa ante su esposa el cuadro que le ha comprado a Laura y que cuelga en su despacho; cuando esta le hace ver que es muy loable ayudar a quién lo necesita, él asegura que “lo compré porque creo que es bueno”.


Castillos en la arena es una película sobre los convencionalismos (en ambos sentidos), los ambientes opresivos (igualmente) y las jaulas que nos forjamos nosotros mismos en nombre de la libertad o de una sociedad utópica. Una historia que avanza conforme se suman planos y secuencias, en lugar de simplemente sucederse o apelotonarse.

Por todo ello, Castillos en la arena trasciende el aspecto coyuntural de la época en que fue concebida, para acabar ofreciendo una realización clásica (que es como decir moderna) y sobria (en absoluto psicodélica), en torno a una lectura valiente, actual y valiosa sobre el respeto y las relaciones humanas.

Escrito por Javier C. Aguilera


1 comentario :

  1. Hola!, la verdad es que no lo conocía y bueno tampoco es que me llame demasiado la atención jeje..
    que pases un buen fin de semana, me quedo por tu blog :)
    Besos

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