Lacombe Lucien, de Louis Malle

06 noviembre, 2014

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La reciente concesión del premio Nobel de literatura me ha sugerido la revisión de la película Lacombe Lucien (íd., Fox, 1974), dirigida por Louis Malle (1932-1995) y escrita por el propio Malle y el referido premio Nobel, el novelista francés Patrick Modiano (1945). La película contó además con la fotografía del notable Tonino Delli Colli (1923-2005).

El relato aborda sin duda un tema molesto (más aún en 1974), el de la participación o aquiescencia de una parte de la población francesa durante los años de ocupación nazi (de mayo de 1940 a diciembre de 1944). Más concretamente, en junio de 1944, en el suroeste de Francia y en una villa ubérrima, vive Lacombe Lucien (orden nominal según se rellena un formulario), interpretado por el malogrado Pierre Blaise (1955-1975).

Será la personificación de la cuestión en Lucien en lo que se centre el relato. De hecho, nunca somos testigos directos de los crímenes o las represalias, aunque sí contemplamos sus consecuencias. De igual modo y sintomáticamente, las fuerzas invasoras apenas se nos muestran en pantalla. Cuando aparecen es de modo tangencial, una llamada de teléfono, una patrulla que pasa… su peso en el relato es ese temor invisible, que es el motor opresivo que desencadena las circunstancias.

En definitiva, revisionismo histórico, pero sujeto a una objetividad, y no a memorias desmemoriadas para lo que a cada cual le interesa, en esa nueva inquisición que es la corrección política, émulo de aquello que se pretende “combatir” y principal germen de los totalitarismos. En este tipo de relatos tan humanos, ¿quién es realmente el adversario?


Un tema musical de Django Reinhardt (1910-1953) acompaña a nuestro personaje durante los créditos iniciales. Es la “cara visible” de la ocupación, porque ya antes el realizador se ha encargado de mostrar cómo Lucien mata a un pájaro con un tirachinas por el simple hecho de poder hacerlo (la superioridad es suya, la razón es lo de menos). No será el único animal que sufra igual destino a manos del joven provenzal (aunque sea por necesidades alimenticias: esos momentos se contraponen inevitablemente con la gratuidad del primer acto).

Por tanto, la ambigüedad moral queda fijada desde un principio. Lucien tampoco ve con buenos ojos la ayuda que su familia brinda a unos huéspedes (no admite ayudar a nadie salvo así mismo). El escenario de todo ello es el ambiente rural, siempre más propenso o lindante con la barbarie. Ritos atávicos conviven con una vida lacónica y unas artimañas ancestrales; bien empleadas estas, servirán al joven cuando tenga que colocar trampas para poder seguir alimentándose, hacia el final del relato. Después de todo, como recuerda un maestro de escuela, más para sí mismo que para Lucien, “para cuidar ovejas no se necesita ortografía” (aunque sí para distinguir otros conceptos).

Lucien es un personaje “primario” por nacimiento, que ha de convivir con aquellos que lo son por haber descendido a ese nivel de manera interesada.


La pasividad, el conformismo, el miedo, la supervivencia, son la “cara oculta” de la tan cacareada resistencia contra el invasor, que la hubo, si bien ha sido enormemente mitificada: otro equívoco “subsanado” por la obra maestra de Jean Pierre Melville, El ejército de las sombras (L’Armée des ombres, 1969). 

Lucien no es al único al que le da igual que ganen las potencias del Eje o los Aliados. En un mundo donde, ayer como hoy, lo que importa es la opinión prestada, Lucien comenta que “se dice que los judíos son los enemigos de Francia…” (aplico el subrayado). El certero retrato del muchacho hace ver que no tiene convicciones propias ni instrucción, pero sí puede tener el poder (y no solo el de no hacer cola). Es una coyuntura en la que la gente puede tomarse la revancha -en un círculo sin fin-: ex policías, ex docentes… personajes que se hablan pero rara vez se comunican, y que apenas interactúan.

Ahora bien, este “estado anímico” dará un vuelco cuando el ya colaboracionista trabe relación con la hija del sastre de origen judío que le confecciona un traje, y con este mismo (Aurore Clément y Holger Löwenadler, respectivamente). Su apego (también primerizo) por la chica, le irá haciendo tomar partido y vislumbrar el otro lado del espejo. Entre tanto y aún entonces, Malle muestra cómo las sensaciones están abotargadas. Lo pone en imagen en el modo en que Lucien y sus colegas engañan a la familia de un “hacendado”, haciéndose pasar por maquis o afines a la resistencia.


A todo ello contribuyen unos escenarios reales, de corte naturalista y desvencijado, y retratos mismos de la confusión ética (se comenta que un señor escribe para denunciarse a sí mismo). Junto a estos, el detalle del pequeño ataúd tallado en madera que recibe la madre de Lucien (Gilverte Rivet) o el hecho de que cuando el chico se prueba su traje nuevo, lo que le preocupa es dónde poder colocar su arma.

En cualquier caso y aunque parezca lo opuesto en cuanto a intencionalidad, podemos incluir la película en la línea de obras tan representativas y estimables como Los verdugos también mueren (Hangmen also die, Fritz Lang, 1943) o Esta tierra es mía (This land is mine, Jean Renoir, 1944). Incluso podría emparejarse con la muy estimable El ojo de la aguja (Eye of the needle, Richard Marquand, 1981). Todas ellas comparten la descripción de la soledad y de un destino trágico.

Con parecida temática -y pese a que Lacombe Lucien fue nominada-, lograría Louis Malle un Óscar; pero eso será en otra ocasión.

Escrito por Javier C. Aguilera



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