Para el sábado noche (XXXVI): Hardcore, de Paul Schrader

21 mayo, 2014

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La canción seleccionada para los títulos de crédito de Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, Columbia Pictures, 1979), en la voz de Susan Raye, es la bonita Precious memories, y su elección no es arbitraria, puesto que en ella el peso del recuerdo y de una ancestral y arcádica coexistencia, cobra su importancia en las vidas anónimas mientras “the sacred past unfolds”.

Hardcore -prefiero emplear el título a secas- fue el segundo largometraje dirigido por Paul Schrader (1935-2000), y puede asegurarse que, como testimonio o documento de una época, aún perdura.

Junto al resto de profesionales que la hicieron posible, destaca la gran labor fotográfica del excelente Michael Chapman (1935), la producción ejecutiva del que es otro realizador interesante, John Milius (1940), y los efectos en la banda sonora de Jack Nitzsche (1937-2000).

Jake Van Dorn (George C. Scott), es un apacible fabricante de muebles en el seno de una comunidad protestante del medio oeste; de raíz calvinista, para ser más exactos, y la precisión no es baladí, puesto que el sentimiento de culpa y de redención se erigirán en las principales motivaciones de que dispondrá Van Dorn en la búsqueda de su hija desaparecida, de un modo con el que entroncamos, como recientemente teníamos ocasión de ver, con los rigores del protestantismo más cartesiano del Dies irae de Dreyer.

Schrader (centro) junto a George C. Scott y Season Hubley
En breves estampas, Schrader muestra la –en apariencia plácida- vida en la comunidad, y conviene recordar que el realizador aborda el asunto con conocimiento de causa, desde dentro, al haber formado parte de un entorno idéntico. Suponemos entonces que parte de lo mostrado presenta un marcado carácter biográfico.

Los miembros de la comunidad pasan su tiempo discutiendo –dándose la razón, más bien- sobre pasajes de la Biblia, sobre la conveniencia o no de interpretarla al pie de la letra, y reprochando los errores de los más jóvenes, que inevitablemente han de ver las cosas de forma algo diferente. El tiempo parece haberse detenido en Grand Rapids (Michigan). Hasta que una llamada telefónica informa a Jake de que su hija Kirsten (Ilah Davis) ha desaparecido del lugar en el que estaba celebrándose una convención.


A partir de ahí comienza el calvario de Jake, que habrá de enfrentarse a todo aquello ante lo que había -con su derecho-, cerrado los ojos, porque no le importaba que existiera. Es el mundo de lo que sucede y se oculta en grandes ciudades como Los Ángeles o Nueva York, el mundo del cine o la televisión, al que hasta ahora no había prestado demasiada atención.

Pero el choque que sufrirá el protagonista no se centra únicamente en el descubrimiento de ese otro “mundo oculto” -al fin y al cabo, ser protestante no conlleva ser ignorante, y él ya sabía de su existencia-, ni en salir de una vida reglada; más concretamente determinista. El choque sobrevendrá por la pérdida de confianza en la institución policial y por ese sentimiento de culpa ante una posible falla personal; además de, por supuesto, por el desconocimiento de lo que en realidad es su hija. Todo escapa a su control por primera vez.


Ahora sabe usted más que la policía”, le comenta el investigador Andy Mast (Peter Boyle). Prostíbulos, sex-shops y las gentes que lo pululan son una nueva realidad para Van Dorn, todo un “mundo oculto” que, curiosamente, se reviste con los colores más chillones y muestra su “impudicia” de forma abierta, poco o nada traumática, con la aquiescencia –o impotencia- de las autoridades, o de una “Autoridad Moral”. A partir de entonces, Hardcore adquiere los ribetes oscuros de un thriller en el que Jake tratará de averiguar qué le ha sucedido a su hija.

Pero el descenso será aún peor, hasta alcanzar lo más infame. “Se puede comprar todo”, le confirma Mast. Una secuencia anticipa este descendimiento, por afligida, aquella que muestra al padre, poco menos que perdido, en el dormitorio de la hija. Es el anticipo de estancias en hoteles y moteles (desde uno de ellos observamos cómo un cartel anuncia La guerra de las galaxias, 1977), hasta que un cambio de actitud a la hora de encarar el asunto, mudanza de la ropa incluida, le lleva a ir tirando del hilo con la ayuda de la prostituta Niki (Season Hubley).


Quién sabe lo que se esconde detrás de cada persona. Si todo se ve “desde dentro”, sin motivaciones externas, “todo te convence”, falta la distancia crítica. Es lo que aprende Jake bajo la protección de Niki. En un rasgo humorístico, ella se define como “venusiana” (de la iglesia de Venus), a lo que se suma el retrato jocoso, pese a todo, del empresario Ramada (Leonard Gaines). Pero a pesar de ello, no tardará en presentarse la soledad final para la meretriz urbana.

Otras películas han podido mostrar después éste mundo oculto de forma más gráfica, pero difícilmente más humana y dolorosa.

Escrito por Javier C. Aguilera


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