La túnica sagrada, de Henry Koster & Demetrio y los gladiadores, de Delmer Daves

19 abril, 2014

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Como muchos aficionados y estudiosos del arte del cine saben, La túnica sagrada (The Robe, 1953) fue la primera película estrenada en el formato ancho del Cinemascope, patentado por Twentieth Century Fox, con el fin de competir con una pujante y cada vez más perfeccionada televisión, para de ese modo, volver a atraer al público a las salas.

La innovación dio resultado, y tras la necesaria adaptación técnica de las referidas salas de proyección, muchas películas adoptaron dicho formato, para el que el resto de estudios halló su equivalente, aunque cada uno lo llamara de forma distinta, y algunos directores no acabaran de sentirse cómodos -caso de Fritz Lang (1890-1976)- con este nuevo modelo de composición. Pero al público le gustó y el cine, creación que entonces sabía combinar los avances técnicos con una innata capacidad artística, pudo seguir adelante. Excepciones serían las de Paramount, con una solución intermedia pero de gran resolución: el Vistavision; o el aparatoso Cinerama, de recuerdo tan entrañable como efímera andadura.

Hechas las presentaciones, La túnica sagrada es un relato de obvia materia confesional, lo que no quiere decir que no podamos entresacar elementos de interés de su análisis como obra cinematográfica.

De hecho, La túnica sagrada es un curioso caso. Pulcramente servida por Henry Koster (1905-1988), fue escrita por Albert Maltz (1908-1985), uno de los escritores represaliados por el infame McCarthy (1908-1957), y Philip Dunne (1908-1992), así mismo, comprometido con la defensa de la libertad del individuo, en base a una novela de Lloyd C. Douglas (1877-1951). Contó además con la labor fotográfica de Leon Shamroy (1901-1974), en tecnicolor, y una bella partitura de Alfred Newman (1901-1970).


Tras su reencuentro con Diana (Jean Simmons), una amiga de la infancia, el tribuno Marcelo Gallio (Richard Burton), se enfrenta públicamente con el veleidoso Calígula (Jay Robinson), por la puja de un esclavo: Demetrio (Victor Mature). De hecho, es el propio Marcelo quien introduce el relato; estamos en el año 18 D.C., y el emperador es todavía Tiberio (42 A.C. - 37 D.C.). La panorámica sobre el mercado donde todo se compra y todo se vende muestra incluso a niños.

El caso es que tras el desencuentro con Calígula, el apolíneo y bravucón Gallio es desterrado a la guarnición de Jerusalén, y un buen detalle es que el joven tribuno pregunta que dónde cuernos está ese sitio. Ya en la ciudad, Gallio se lamenta de la enorme vastedad del Imperio, la que será una de las principales causas de su disolución.


Podríamos decir que en La túnica sagrada se solapan dos películas. La piadosa muestra una Roma colorista, que vive exclusivamente para los placeres; es disoluta y orgiástica. Lo que en principio se reviste de maniqueísmo es en realidad la (interesada) exposición del hedonismo de un imperio, parejo a una época de gran prosperidad económica y social (la satisfacción del buen romano consistía en mostrar, pocas veces en esconder). Expansión, opulencia y depravación fueron de la mano durante esta encrucijada histórica en la que, junto a la necesidad de trascendencia, aquí identificada con los primeros cristianos, se sobreentiende que la falta de una fe como es debido es causa de relajación moral.

En este sentido, se suma la circunstancia de que al hecho de la resurrección se le acabara despojando de toda connotación sobrenatural, en favor de una interpretación milagrosa, más devocional (lo que no deja de resultar interesante, respecto a quienes aseguran que todo lo demás es solo superchería). El caso es que a Roma se responsabiliza de llevar el terror y la desesperanza, en una visión algo sesgada, que felizmente tiene su contrapunto en la actitud del padre de Marcelo, el senador Gallio (Torin Tatcher), que según se nos cuenta, brega por la República frente al poder abusivo de los emperadores, y es descrito como un personaje honesto.


La otra vertiente de la película es, lógicamente, la aventurera, que tampoco escatima algún momento afortunado, como aquel en que los golpes de la galera que lleva a Marcelo de regreso a Roma son confundidos por éste, en su alterado estado mental, con los golpes de la crucifixión (¿una o muchas?); o el gráfico encuentro con Judas (Michael Ansara) en Jerusalén, cuando Jesús (Donald C. Klune) ya ha sido traicionado y prendido, y que se complementa con las negaciones (¿realmente fingidas?) que a Marcelo le dan los lugareños a quienes interroga tras la ejecución del Mesías: Nunca he oído hablar de él, responden. Ello nos recuerda que Jesús fue tenido entonces por un predicador más, aunque históricamente haya trascendido dicha condición. El caso es que al “traidor” por excelencia, Maltz y Dunne le brindan la oportunidad de redimirse, al menos cinematográficamente, cuando asegura que los hombres sueñan con la verdad, pero no pueden vivir con ella.

La encarnación de Tiberio por Ernest Thesiger (1879-1961) y de Calígula por el citado Jay Robinson (1930-2013), está bien apoyada por las de Michael Rennie (Pedro), Richard Boone (Pilatos) o Torin Tatcher (el senador Gallio), junto a las figuras de Miriam (Betta St. John) y Justo (Dean Jagger). Sobresale una buena labor en el diseño de producción, grato despliegue de los escenarios donde va a desarrollarse la narración: la Villa de la familia Gallio, las calles y callejas de Jerusalén, el Gólgota, la aldea de Caná, las catacumbas, el palacio de Calígula, con todo su boato e inquietantes recovecos…


Pese a empeñarse en colocar el clavo de la mano de Jesús en lugar inapropiado, algo que también sucede ahora, de forma menos permisible, La túnica sagrada se deja ver con agrado estético y cierta perversión ideológica, y acumula aspectos de los relatos de “túnica y espada” en la figura de Marcelo. El nudo gordiano sigue estando en el espinoso asunto de hasta qué punto Dios interviene en los asuntos humanos, o ha otorgado a estos -a los creyentes-, una buena disciplina por la que regirse, facilitándoles el libre albedrío, esa necesaria capacidad de tomar sus propias decisiones. Algo que Tiberio considera poco menos que una traición: el deseo del hombre de ser libre, la mayor locura de Roma. Pero el sacrificio que conlleva tener fe, es finalmente recompensado con el triunfo sobre la muerte física.

Otros clichés están resueltos con soltura y elegancia, caso del “lavado de manos” de Pilatos, más motivo de pulcritud y cierto remordimiento que metáfora criminal (la participación del Sanedrín durante todo el proceso es obviada). Igualmente, ante la innovadora promesa de justicia y caridad, Diana observa que el mundo no es así, jamás lo ha sido ni lo será; pero está dispuesta a aceptar esa nueva filosofía solo por su amor (auténtico, qué suerte) a Marcelo, hasta las últimas consecuencias.

De igual modo, la película culmina con otra excelente resolución, por la cual Diana priva finalmente a Calígula de aquello que más desea: ella misma.

Nueva producción de Frank Ross (1904-1990), Demetrio y los gladiadores (Demetrius and the Gladiators, Fox, 1954), fue filmada al año siguiente por Delmer Daves (1904-1977), con guión de Philip Dunne. En el equipo técnico, Demetrio (o Demetrius) contó con la fotografía de Milton Krasner (1904-1988) y la música de ese gran compositor que fue Franz Waxman (1906-1967).

En el apartado artístico, repetían sus roles Victor Mature (Demetrio), Michael Rennie (Pedro), Jay Robinson (un Calígula de lo más desatado), y se incorporaron Anne Bancroft (1931-2005), Debra Paget (1933), Ernest Borgnine (1917-2012), Barry Jones (1893-1981) como Claudio y Susan Hayward (1917-1975) como Mesalina, la tercera esposa –y sobrina- del futuro emperador.

El convulso siglo I, muy principalmente el periodo de la dinastía Julia Claudia, es decir, de Augusto (63 a. C - 14 d. C.) a Nerón (37 - 68 d. C.), se caracteriza por un retorno a los orígenes violentos de Roma, una espiral decadente pese a los esfuerzos del primer emperador de ponerles freno (o al menos reducir la marcha).


Así mismo, debemos tener en cuenta que, en una época de matrimonios concertados, como también sucedió en épocas posteriores, lo habitual era encontrar el amor romántico fuera del matrimonio. Abundando en ello, el sexo no se consideraba asunto pecaminoso, sino algo que se mostraba, de lo que incluso se alardeaba, y de lo que el estado romano se beneficiaba: el pago por prostitución no era tenido por indigno, ni siquiera se consideraba adulterio.


Por otra parte, hemos de recordar que el cristianismo está en esos momentos pasando de ser una religión estrictamente judía a convertirse –merced a Pablo de Tarso [c. 5-67 d. C.], principalmente- en una fe autónoma con carácter universal.

La historia comienza en el lugar donde terminaba la anterior, el palacio de un Calígula que ahora se pregunta acerca de esa nueva creencia que parece azotar a Roma, y se empecina puerilmente en recuperar la túnica, símbolo de dicha fe. Frente a la depravación del emperador, emerge la figura de un compasivo Claudio, alejado de la visión más histórica y amarga del personaje, casado con una mujer más joven y más lasciva.

Puesta al día de los asuntos más terrenales de la "corte", la ocupación favorita de la sacerdotisa de Isis será tentar al cristiano Demetrio. Tiene gracia cuando Mesalina le pregunta si las esposas cristianas son tan feas que por eso nunca las desea otro hombre.


Delmer Daves ofrece un destacado trabajo en la composición del plano y por medio del fuera de campo: en efecto, mostrar no es siempre lo más eficaz, del mismo modo que visualizar y forzar la mirada no son la misma cosa. Ni siquiera cuando Mesalina rompe un jarrón en sus aposentos y Demetrio es llamado para recoger los pedazos del suelo, Daves se permite fraccionar el plano.

Pasando por alto el apartado de (inevitables) tergiversaciones o equívocos, como los referentes a poner “la otra mejilla”, el famoso pulgar alzado -en lugar de señalando la garganta-, o una interpretación ad litteram de los Mandamientos, el periplo entre el deseo y el despecho que es Demetrio y los gladiadores cuenta con otros momentos emotivos y bien resueltos visualmente, como la “falsa” muerte de Lucía (Debra Paget), hecho atribuido tanto a una catalepsia como al shock; o al final del relato, la constatación de que el poder lo otorgan los pretorianos (lo más selecto del ejército). Y desde luego, la tesitura entre matar o morir, junto al vil hecho de enfrentar a dos amigos en la lucha: la impersonalidad es la clave del éxito en la arena (exactamente igual que hoy, aunque el escenario sea distinto).




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