¡A ponerse series! (XIV): Masada, de Boris Sagal

12 abril, 2014

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Palestina está en manos de los romanos, como todo el Mediterráneo, y las continuas fricciones desembocan en una guerra de guerrillas que culminará con el asedio a Masada, la impresionante fortaleza edificada por Herodes, el Grande, hacia el 40 A.C.

Cartel de la edición en DVD de la miniserie
El hecho quedó reflejado en una espléndida miniserie -un contado número de episodios destinados a la televisión, pero que no evitaba un montaje más reducido para el cine-, por lo que hoy, en nuestro apartado de series, nos ocupamos de la citada Masada (Universal, 1980; estrenada un año más tarde), dirigida por Boris Sagal (1923-1981), y que en España se acompañó con el subtítulo de Los antagonistas.

Filmada en el emplazamiento original, junto al Mar Muerto, la novela original de Ernest Gann (1910-1991), autor a su vez de Escrito en el cielo (The high and the mighty, William Wellman, 1954), fue convertida en un guión por Joel Olinsky.

El hecho es que como castigo a los alzamientos, se intensifican unas recaudaciones que acaban por superar al pueblo hebreo, por lo que el comprensible odio se instala en los insurgentes, cuyo ataque a Hebrón aborta la inminente partida del comandante Cornelio Flavio Silva (Peter O’Toole), que ya daba por zanjado el conflicto.

El resto del pueblo hebreo coexiste todo lo pacíficamente que puede, ya que conviene recordar que este estaba formado por distintas facciones, entre las que había esenios, saduceos, zelotas, filisteos… A los zelotas, grupo principal de la insurgencia, se acabarán sumando algunos esenios, portadores de su propia historia en papiros. 

De este modo, el grupo de disidentes no solo se enfrenta a los romanos, sino también a su propio pueblo. Hasta que la promesa rota de Roma (muy a pesar de Silva) hace que buena parte del pueblo hebreo se una, aunque el grupo no sea compacto; la serie recuerda que incluso hubo sicarios (asesinos) dentro del mismo. Así, en el 73 D.C., el panorama es doblemente árido, pero los romanos son tenaces y saben afrontar empresas de gran envergadura. Lo primero, fue instalar en el reseco escenario la debida infraestructura.


En resumidas cuentas, el grupo de sublevados comandados por Eleazar Ben Yair (Peter Strauss), se pertrecha en Masada, lo que provoca el enfrentamiento directo con los romanos; concretamente con la Décima Legión y su comandante, Flavio Silva, que ha tomado las riendas casi en la fase final del asedio, unos tres años después de la toma (es aquí cuando, tras un breve prólogo para narrar los antecedentes, arranca la miniserie).

El uno, tan altruista como obcecado, representa, en abstracto, el anhelo de libertad; el otro, los días de esplendor de Roma como imperio, cada vez más alejados. En este momento el emperador es Vespasiano, y debemos recordar así mismo que, de ordinario, la manera de tomar el mando de una legión, cuando no de convertirse en emperador, era asesinar al superior: disponer del ejército era tener el poder.

Silva es un hombre bien curtido, de vuelta de mucho, con cicatrices exteriores e interiores, con ese punto de nihilismo que proporciona el haber vivido. Lo cual ayuda a humanizar al personaje. “Es terrible pensar como pienso ahora”, asegura el comandante en un momento del relato. O’Toole compone con gran credibilidad a un tambaleante Silva -¿actor o personaje?-, bebedor pero razonable. El romano todavía representa la justicia de Roma, y también sufrirá un conflicto interno (con Falco: David Warner, que compone otro impagable y taimado personaje).


Encerrados en una jaula dorada, los hebreos están bien aprovisionados, pero la resolución del caso es solo cuestión de tiempo. Debió de resultar frustrante, como poco, ver cómo la rampa se iba materializando día a día frente a la fortaleza (hoy sabemos que este asedio final fue solo cuestión de semanas, ya que el lecho primitivo de la roca, sobre el que se levantó la rampa, fue generoso con los romanos).

La serie expone acertadamente todo el ambiguo conflicto; incluso el destino de una “favorita” como Sheva (Barbara Carrera), se torna en asunto peliagudo. Y es que la relación de Sheva con Silva es otro de los puntos interesantes del relato. Este “intercambio humano”, como lo define Silva, está bien descrito y dialogado.

Del mismo modo que los personajes principales del drama, Eleazar y Silva, padecen lo que solemos denominar una “crisis de fe”; el uno no comprende a un Dios “verdadero” que abandona a su pueblo -conflicto que también acarreó Moisés-, y el otro no cree en dioses, sacrificios y ofrendas, más que en la bondad en el corazón de los hombres (en cambio, sí cree en un sistema regulado pero que proporcione libertad al individuo). Otra cosa les une, ambos consideran que sus dioses son necesarios para el pueblo.

Silva contará, además, con la inapreciable labor del ingeniero Gallus (Anthony Quayle), una de las pocas personas en las que puede permitirse el lujo de confiar.


La justicia que defiende Eleazar trata de justificar los padecimientos de los judíos que permanecen “en tierra”, pero ¿qué sucede cuando los dioses, en general, no contestan?

Ninguno de los personajes está exento de aristas o es “de una sola pieza”; en este sentido, la serie sortea admirablemente todo maniqueísmo. En cualquier caso, se suele hablar mucho de la religión como “forma de superstición”, pero poco de las ideologías –políticas- como análoga forma de “religión”.

Hoy sabemos que hubo unos cinco supervivientes, pero el hecho es que los resistentes de Masada deciden, ante el inminente asalto de la ciudadela, acabar con sus vidas (no suicidarse, algo no permitido por la religión judía, salvo en el caso de un último ejecutor “superviviente”, previamente seleccionado, que supuestamente sí se quitaría la vida).

En este sentido, tan trascendente es el parlamento último de Eleazar a su gente, como lo es el de Silva, en el interior de una Masada “desierta”. Éste último ya nadie lo escucha, será literalmente como clamar en el desierto.


Momentos que sobresalen, a día de hoy, de la utilitaria puesta en escena de Sagal, son la huida de los judíos, con Jerusalén en llamas al fondo; la muerte “sin deshonor” de los espías del senado que conspiran contra Silva, los retratos familiares en forma de mascarillas mortuorias (el de la esposa de Silva), el terrible destino de los obreros judíos a manos de Falco, el sonido del chapoteo del agua en pleno desierto, la subida gradual de la enorme torre con el ariete, diseñada por Gallus, o el instante en que los animales para el sacrificio muestran –en off- sus vísceras “manipuladas”, momento en que Silva dirige su mirada primero a la fortaleza y luego a sus tropas.

De igual modo se observa la natural vileza en el uso del lenguaje: con él se puede conseguir lo que se quiera si se sabe emplear con destreza, como sucede con la carta que Falco dicta al emperador: no miente, pero no dice la verdad. Se trata de otra arma, siempre dispuesta a ser amartillada.

Finalmente, destacar la colaboración en el apartado técnico del gran Albert Whitlock (1915-1999), y la estupenda música de Jerry Goldsmith (1929-2004).


Todo el mundo debería ver Roma alguna vez”, dice Silva. Estamos de acuerdo con él, aunque tengamos que emplear ahora el verbo en pasado.

La resolución del relato nos deja con ganas de conocer el destino de los personajes supervivientes (en ambos bandos), pero la miniserie potencia el acudir a las fuentes históricas. Por otra parte, hay cosas que nunca cambian, como el amor no correspondido, o el hecho de que siempre haya una generación que padece más, lo que siempre acaba por extremar las posturas.

Foto de actores y el realizador Boris Sagal
La edición en DVD de la serie acomete un montaje continuado, sin respetar la separación “por capítulos” original. El doblaje sí es el original.

Escrito por Javier C. Aguilera


Próximamente: Colombo


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