¡A ponerse series! (XII): La casa del terror (1980)

31 octubre, 2013

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Cuando la indispensable productora británica Hammer Films abordó la serie de capítulos que componen La casa del terror (Hammer House of Horror, ITC/Granada TV, 1980), ya hacía algunos años que la compañía había dejado de existir, sino técnicamente, sí artísticamente; al menos con el poder de sugestión y convocatoria de antaño. Así que podemos considerar el presente producto, junto a Hammer House of Mystery and Suspense (1984), como los últimos trabajos vinculados a dicha productora en los que intervino parte de su habitual equipo técnico o artístico. Pero esta condición postrera no quiere decir que La casa del terror no resulte interesante. 

Rastreando alguna serie que coincidiera con la festividad de Halloween, siempre celebrada, catódica, literaria, publicitaria y cinematográficamente en nuestro blog, recuperamos este cantar de cisne que cuenta con capítulos ciertamente tenebrosos, sabrosos y perversos (además de incluir algún que otro desnudo televisivo, exotismo poco común en las pequeñas pantallas de entonces), y que contó con un tema principal compuesto por el gran músico de la compañía, James Bernard, al que acompañaron otros freelances (por lo que la música oscila entre lo inspirado, lo funcional y lo pachanguero, lo que también tiene su gracia).

Una pequeña advertencia: aunque los cambios sean nimios, consigno los dos títulos de cada capítulo: el que aparece descrito en los DVD’s comercializados, y al que se refiere la voz en off de los mismos. Cuando el título es único, es porque naturalmente ambos coinciden.

¿Y si no fuéramos más que marionetas? (Edwyn en La marca de Satán)

El primer episodio (más que piloto como tal), relata el encuentro de David Winter (Jon Finch), un grisáceo músico de telefilmes o de series Z, con Lucinda (Patricia Quinn), una bruja de los pies a la cabeza. Una idea en principio interesante, en la que se apunta por un momento que todo pueda ser producto de la mente del músico, puesto que solo David ve a Lucinda (lástima que a continuación no se siga por esa línea). No obstante, a la tercera en discordia, Mary (Prunella Gee), corresponde un buen detalle: cuando llega a casa de David, observa su foto rota en el portarretratos, lo que induce a pensar que el maleficio con la hechicera ya se ha consumado. Otro buen momento es el descubrimiento de su propio fetiche, con los alfileres de rigor clavados sobre él.

Junto a estos apuntes, señalar el “fuera de campo” de la tormenta, o mejor descarga eléctrica, en casa de David (de la necesidad, virtud), que nos evita los típicos planos incrustados; o la propia casa, de la que se dice que conserva, como parece lógico por lo relatado, toda su estructura y disposiciones originales.

Excelente resulta La treceava reunión / La reunión número trece, que gracias al buen hacer de un recuperado Peter Sasdy, nos presenta a unos modernos Burke y Hare. Sin “destripar” nada, el relato encuentra su heroína en Ruth (Julia Foster), una periodista que se ve relegada a trabajar para una especie de Reader’s Digest femenino (o como le recomienda su jefa, a escribir un best-seller… ¡no se sabe qué cosa es peor!). 


Pues bien, Ruth prepara ahora un nuevo artículo relacionado con una clínica de dietética de moda, en una sociedad que perdona cada vez menos el gran pecado de la gordura. Salvo algún inserto inoportuno (una carretera de noche), se trata de un relato solar, pero malsano, sardónico y perturbador. Una gamberrada de qualité que anticipa los buenos modales, pero discutibles hábitos, de un reciente icono del horror (mantengamos el suspense, no es difícil acertar). Un buen detalle es la mancha de sangre en el alfeizar de la ventana, que muestra por dónde ha sido transportado un cuerpo…

También se encargó Peter Sasdy de Amargo despertar / Penoso despertar (los dos son aplicables), donde el bueno de Denholm Elliott, aquí como el agente inmobiliario Norman, queda prendado de su secretaria Lory (Pat Heywood), lo que parece ser el gatillo que dispara una pesadilla recurrente en la que se hace difícil distinguir entre lo que es real y lo que no. Por desgracia, se trata de un relato cuya anécdota acaba alargándose en exceso (hubiera sido más apropiada para un capítulo de media hora) y que cuenta con una realización algo más pedestre. Pese a todo, resulta muy atractiva la premisa (el entrañable Elliott se muestra convincente, como siempre).

Charlie Boy es un fetiche africano con bastante mala leche que va a parar a manos de un niño bien, el no muy espabilado Graham (Leigh Lawson) y su novia (Angela Bruce), espabilada en exceso, durante la oportuna gestión de una herencia familiar. Pese a los prescindibles “repullos sonoros”, insertos y reencuadres, destaca su carácter truculento y una buena idea de guión, seguramente motor de toda la charanga: el encontronazo de Graham con un conductor problemático.


Espléndido resulta (El) Grito silencioso, donde se “festeja” la figura del científico loco trasladado a “nuestros tiempos” (recordemos, por ejemplo, El Malvado Zaroff, 1932, o la dicharachera La bestia debe morir, 1973). Un tema que nos retrotrae al asesino dentro de la comunidad. Sin entrar en detalles, y evitando así el riesgo de fastidiar el capítulo, resuelto con buen pulso por Alan Gibson, diremos que se trata de un relato obsesivo y claustrofóbico, que no “se resuelve”. 

A destacar el sarcasmo de la trampa en la que cae (literalmente) el ex presidiario y protagonista (Brian Cox), o el hecho de que todo quisqui desconfíe por sistema de la policía (que jamás es “una opción”). Excelente como siempre Peter Cushing, como el dueño de una tienda de animales. Y como detalle simpático, la réplica de El grito de Edvar Munch que se hace notar en la trastienda del referido establecimiento. En definitiva, una ingeniosa trama sin fisuras; solo alguna que otra trampa oculta.

Venganza de ultratumba es el típico -en todos los sentidos- relato del occiso que vuelve para vengarse, aquí en torno al tema de la desatención de los hijos. La particularidad es que el interfecto es un niño, pero ni la muerte del mismo (tontísima) ni la adopción de otro, James, de comportamiento más repelente que educado (hasta parece un robot), elevan el pedigrí de este inocentón sarao.

En La casa que se desangró / Las dos cimitarras nos topamos con toda una Amityville en plena campiña… y en plena ebullición. ¡Hasta la actriz, Rachel Davies, se parece horrores a Margot Kidder, la protagonista de aquella! De nuevo la broma se alarga en exceso, pero para su época y formato no estaba mal… no se pierdan el desprejuiciado final sorpresa.


O se es humano o no se es, ¿no cree? (La Sra. Ardoy en Los niños de la luna llena)

Dice la conocida tonada que “cinco lobitos tiene la loba”. La Loba (dejando aparte a Bette Davis), es aquí la señora Ardoy (una estupenda Diana Dors), “madraza” de sinceridad auténticamente “embarazosa”. Así lo comprueban el joven abogado Tom y su esposa Sarah (Christopher Cazenove y Celia Gregory).

Dos cosas quedan claras en Los niños de la luna llena: que lo mejor es no apartarse nunca de la carretera, y que, a más dinero, menos amigos y más amistades. Pues bien, Tom y Sarah se dirigen al apartado chalé de un conocido (un móvil les habría venido de miedo), cuando su destino les hace tomar un desvío hasta una mansión perdida en el bosque. Entre los buenos momentos, la sombra animal que se proyecta sobre la pared, un embarazo que no se rige por su ciclo habitual, las apariciones del “Pequeño Tibor” (Adrian Mann), tan mono como espeluznante, o el detalle del jardín alegre y cuidado que se vislumbra a un lado de la casa, pero que contrasta con el bosque agreste y sombrío del otro lado. 

Jocosamente, habría que abrir una separata para los giros argumentales de los “autos locos”: esos vehículos que parecen adquirir voluntad propia y se conducen a su bola sin causa aparente, para pasmo de sus dueños (¿más?, en Venganza de ultratumba y Las dos caras del mal). Alguna incongruencia (¿por qué Tom no es también convertido como otros varones del clan?: ¿sadismo ancestral?) no estropea la jarana bajo la luna llena.


La casualidad pone en contacto al detective inspector Clifford (Anthony Valentine) con la escritora de relatos criminales Natalie (Suzanne Danielle) en El águila de los Cárpatos. Su objetivo es atrapar a un asesino antes de que el nuevo libro de ella –el anterior parece haber sido tomado como “inspiración”-, vea la luz. Entre los sospechosos, la descendiente de una condesa sangrienta (Siam Philipps) y su sobrino Tagger (Barry Stanton), un transformista. El mito redivivo aquí es el tan cinematográfico de la femme fatale, y el humor inglés también se hace un hueco: el catre de una de las víctimas no tiene desperdicio.

De nuevo, es el azar quien determina una dirección “narrativa” y su consiguiente fatalidad (lo que antiguamente se dejaba al albedrío del jamelgo) en Las dos caras del mal. Una joven familia se topa con un autoestopista fantasma, ya que después del accidente, no hay forma de dar con este… al menos, hasta la conclusión del relato. Relato ciertamente desasosegante, donde la presunta incongruencia inicial da paso al terror psicológico, sostenido, o más bien prolongado, por Alan Gibson. 

Esto explica por qué el cabeza de familia, Martin (Gary Raymond), más parece un muerto viviente que un paciente en vías de recuperación, y por qué la joven esposa, Janet (Anna Calder-Marshall), manifiesta un comportamiento igual de anormal y compulsivo desde el incidente. En suma, un nuevo mito a refrescar, en este caso el literario (y liederístico) doppelgänger, el doble, o miedo a la personalidad escindida, en bullanguera mezcla con elementos de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the body snatchers, Donald Siegel, 1956), las conspiraciones setenteras y los zombis. Ahí es nada.


A todos nos ha pasado. Un autor o una canción de la que nunca habíamos tenido noticia de repente parece que nos persigue; nos la topamos por todas partes. Pues eso es lo que sucede a Edwyn con los números en La marca de Satán, donde no es necesario especificar a qué personaje-mito se hace referencia. Pues Edwyn (Peter McEnery), trabaja en un lugar sumamente sosegado: la morgue, aunque últimamente anda algo revuelta a causa del latoso fenómeno empírico que atormenta al empleado: ¿se trata de simple imaginación o de una verdadera conspiración demoniaca?

El episodio plantea otras premisas, por indemostrables, muy estimulantes: ¿y si el alma existiera?, ¿y si pudiera inocularse el mal por medio de algún virus diabólico?, ¿y si la persona que está a tu lado lo hace por interés? (esto ya es puro sarcasmo). El relato es lo suficientemente ambiguo como para plantearse (esta vez sí) que todo suceda en la mente del sujeto-paciente.

Seguimos. El espejo ha sido siempre sinónimo de vanidad, de nuestro otro yo, de lo oculto… hasta Stendhal lo empleó para definir la literatura, nada menos. Pero el espejo de El guardián del abismo, otro de los episodios mejor llevados, tiene un cometido propio y preestablecido: facilitar la conexión con las Fuerzas del Mal. Sobre el tapete, las sectas y sus sectarios integrantes (nunca muy predispuestos a sacrificarse ellos mismos). 

Es este un episodio (y son varios, como hemos señalado) de final desolador e incierto, en el que la realidad parece quedar reflejada al otro lado de ese espejo que, además, no permite que nadie se deshaga de él (o quedar oculto). El recuperado (otro) Don Sharp, hace que el relato no se estanque, sino que progrese adecuadamente. Incluso tiene cierta gracia que el romance entre la prosélita Allison (Rosalyn Landor) y el anticuario Michael (Ray Lonnen), sea equiparado con la actuación sexualoide de unos monigotes. Entre los buenos detalles, las referencias al ocultista isabelino John Dee y la imagen de la muchacha autolesionándose, perdida la razón, durante una de las parsimoniosas ceremonias; más el empleo del hipnotismo, junto a un ritual análogo a la invitación del vampiro por parte del líder de la secta (John Carson).


Finalmente, Visitantes del más allá / Visita del más allá, que pese a lo que hace suponer, no es un relato del profesor Quatermaass hammeriano, sino un entretenido relato de perturbados, sobre todo por su airada conclusión, en la que un acreedor nocturno y alevoso acaba recibiendo lo que se le adeuda… aunque en forma bien distinta a la esperada. En definitiva, un matrimonio no muy unido (de esos que se dan uno entre un millón: Kathryn Leigh-Scott y Simon MacCorkindale), se verá abocado a un susto morrocotudo cuando un cliente de él regrese (again) de su improvisada tumba.

Este último e irónico episodio de la serie (como hemos visto, formada por capítulos independientes, lo que permite un visionado alterno), fue escrito por John Elder (pseudónimo de Anthony Hinds), uno de los guionistas y productores con los que contó la Hammer en su etapa más fulgurante. Una enrevesada pero simpática superchería, reverso “terrenal” de Venganza de ultratumba: cualquiera que conozca el auténtico significado de La Muerte en el Tarot, se dará cuenta de la estratagema que constituye este broche final, dirigido por Peter Sasdy.


Entre los realizadores, Don Sharp, Alan Gibson, Peter Sasdy, Don Leaver, Robert Young, Nicholas Palmer y Tom Clegg. En cuanto a los guionistas, están Anthony Read, Jeremy Burnham (a quien se debe el apetitoso La reunión número trece), Gerald Savory, Bernie Cooper, Francis Megahy, Francis Essex (Grito silencioso), David Lloyd, Murray Smith, Don Shaw y David Fisher (El guardián del abismo). Y como curiosidad, entre los actores invitados, o de soporte, nos reencontramos con Michael Culver, Robert Urquart, Barbara Ewing, y un jovencito Pierce Brosnan (en El águila de los Cárpatos: nada, lo despachan en seguida…).

Televisada el año del fallecimiento de Terence Fisher, merece la pena pasear por esta Casa del Terror. Aunque se trate de la penúltima boqueada de una productora que ha dado mucho esplendor al cine, posee un innegable atractivo, y a veces, una más que destacada sordidez.


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