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31 octubre, 2013

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Peñones de Almuñécar (Fotografía de MB)
Llegamos otro año a cerrar nuestro ciclo de Halloween con el mes con más entradas en lo que llevamos de 2013, aunque sin igualar, por una, a octubre del año pasado. En visitas seguimos en la misma línea, con casi 17.000 mensuales y ya tan solo a 10.000 del medio millón. En cuanto a seguidores, subimos poco, pero de forma constante: alcanzamos los 128 en Blogger, los 235 en Twitter y los 67 en Facebook.

En cuanto a nuestro especial, hemos reunido todas estas entradas:
  • Libros
Clásicos Inolvidables (XXXV): El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson
  • Serie de televisión
¡A ponerse series! (XII): La casa del terror

  • Publicidad
Publicidad No-Subliminal (XXVII): La televisión se viste de Halloween

Diseño especial de Halloween en BdC 2013
Nuestra siguiente frontera es noviembre, donde quizás no tengamos tanta actividad, pero para diciembre traeremos nuestro especial Navidad, que ya el año pasado nos dejó un buen sabor de boca. Entre otras cosas, seguiremos con la trilogía de Regreso al futuro, con nuevas entradas de música inolvidable y reseñas cinematográficas y literarias.


Un saludo,
L.J.

PD: Una canción de la banda sonora de Pesadilla antes de Navidad, que precisamente nos une con la fiesta con la que despediremos el año 2013 dentro de dos meses.


"Amar la lectura es trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía."

                  -John Fitzgerald Kennedy


¡A ponerse series! (XII): La casa del terror (1980)

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Cuando la indispensable productora británica Hammer Films abordó la serie de capítulos que componen La casa del terror (Hammer House of Horror, ITC/Granada TV, 1980), ya hacía algunos años que la compañía había dejado de existir, sino técnicamente, sí artísticamente; al menos con el poder de sugestión y convocatoria de antaño. Así que podemos considerar el presente producto, junto a Hammer House of Mystery and Suspense (1984), como los últimos trabajos vinculados a dicha productora en los que intervino parte de su habitual equipo técnico o artístico. Pero esta condición postrera no quiere decir que La casa del terror no resulte interesante. 

Rastreando alguna serie que coincidiera con la festividad de Halloween, siempre celebrada, catódica, literaria, publicitaria y cinematográficamente en nuestro blog, recuperamos este cantar de cisne que cuenta con capítulos ciertamente tenebrosos, sabrosos y perversos (además de incluir algún que otro desnudo televisivo, exotismo poco común en las pequeñas pantallas de entonces), y que contó con un tema principal compuesto por el gran músico de la compañía, James Bernard, al que acompañaron otros freelances (por lo que la música oscila entre lo inspirado, lo funcional y lo pachanguero, lo que también tiene su gracia).

Una pequeña advertencia: aunque los cambios sean nimios, consigno los dos títulos de cada capítulo: el que aparece descrito en los DVD’s comercializados, y al que se refiere la voz en off de los mismos. Cuando el título es único, es porque naturalmente ambos coinciden.

¿Y si no fuéramos más que marionetas? (Edwyn en La marca de Satán)

El primer episodio (más que piloto como tal), relata el encuentro de David Winter (Jon Finch), un grisáceo músico de telefilmes o de series Z, con Lucinda (Patricia Quinn), una bruja de los pies a la cabeza. Una idea en principio interesante, en la que se apunta por un momento que todo pueda ser producto de la mente del músico, puesto que solo David ve a Lucinda (lástima que a continuación no se siga por esa línea). No obstante, a la tercera en discordia, Mary (Prunella Gee), corresponde un buen detalle: cuando llega a casa de David, observa su foto rota en el portarretratos, lo que induce a pensar que el maleficio con la hechicera ya se ha consumado. Otro buen momento es el descubrimiento de su propio fetiche, con los alfileres de rigor clavados sobre él.

Junto a estos apuntes, señalar el “fuera de campo” de la tormenta, o mejor descarga eléctrica, en casa de David (de la necesidad, virtud), que nos evita los típicos planos incrustados; o la propia casa, de la que se dice que conserva, como parece lógico por lo relatado, toda su estructura y disposiciones originales.

Excelente resulta La treceava reunión / La reunión número trece, que gracias al buen hacer de un recuperado Peter Sasdy, nos presenta a unos modernos Burke y Hare. Sin “destripar” nada, el relato encuentra su heroína en Ruth (Julia Foster), una periodista que se ve relegada a trabajar para una especie de Reader’s Digest femenino (o como le recomienda su jefa, a escribir un best-seller… ¡no se sabe qué cosa es peor!). 


Pues bien, Ruth prepara ahora un nuevo artículo relacionado con una clínica de dietética de moda, en una sociedad que perdona cada vez menos el gran pecado de la gordura. Salvo algún inserto inoportuno (una carretera de noche), se trata de un relato solar, pero malsano, sardónico y perturbador. Una gamberrada de qualité que anticipa los buenos modales, pero discutibles hábitos, de un reciente icono del horror (mantengamos el suspense, no es difícil acertar). Un buen detalle es la mancha de sangre en el alfeizar de la ventana, que muestra por dónde ha sido transportado un cuerpo…

También se encargó Peter Sasdy de Amargo despertar / Penoso despertar (los dos son aplicables), donde el bueno de Denholm Elliott, aquí como el agente inmobiliario Norman, queda prendado de su secretaria Lory (Pat Heywood), lo que parece ser el gatillo que dispara una pesadilla recurrente en la que se hace difícil distinguir entre lo que es real y lo que no. Por desgracia, se trata de un relato cuya anécdota acaba alargándose en exceso (hubiera sido más apropiada para un capítulo de media hora) y que cuenta con una realización algo más pedestre. Pese a todo, resulta muy atractiva la premisa (el entrañable Elliott se muestra convincente, como siempre).

Charlie Boy es un fetiche africano con bastante mala leche que va a parar a manos de un niño bien, el no muy espabilado Graham (Leigh Lawson) y su novia (Angela Bruce), espabilada en exceso, durante la oportuna gestión de una herencia familiar. Pese a los prescindibles “repullos sonoros”, insertos y reencuadres, destaca su carácter truculento y una buena idea de guión, seguramente motor de toda la charanga: el encontronazo de Graham con un conductor problemático.


Espléndido resulta (El) Grito silencioso, donde se “festeja” la figura del científico loco trasladado a “nuestros tiempos” (recordemos, por ejemplo, El Malvado Zaroff, 1932, o la dicharachera La bestia debe morir, 1973). Un tema que nos retrotrae al asesino dentro de la comunidad. Sin entrar en detalles, y evitando así el riesgo de fastidiar el capítulo, resuelto con buen pulso por Alan Gibson, diremos que se trata de un relato obsesivo y claustrofóbico, que no “se resuelve”. 

A destacar el sarcasmo de la trampa en la que cae (literalmente) el ex presidiario y protagonista (Brian Cox), o el hecho de que todo quisqui desconfíe por sistema de la policía (que jamás es “una opción”). Excelente como siempre Peter Cushing, como el dueño de una tienda de animales. Y como detalle simpático, la réplica de El grito de Edvar Munch que se hace notar en la trastienda del referido establecimiento. En definitiva, una ingeniosa trama sin fisuras; solo alguna que otra trampa oculta.

Venganza de ultratumba es el típico -en todos los sentidos- relato del occiso que vuelve para vengarse, aquí en torno al tema de la desatención de los hijos. La particularidad es que el interfecto es un niño, pero ni la muerte del mismo (tontísima) ni la adopción de otro, James, de comportamiento más repelente que educado (hasta parece un robot), elevan el pedigrí de este inocentón sarao.

En La casa que se desangró / Las dos cimitarras nos topamos con toda una Amityville en plena campiña… y en plena ebullición. ¡Hasta la actriz, Rachel Davies, se parece horrores a Margot Kidder, la protagonista de aquella! De nuevo la broma se alarga en exceso, pero para su época y formato no estaba mal… no se pierdan el desprejuiciado final sorpresa.


O se es humano o no se es, ¿no cree? (La Sra. Ardoy en Los niños de la luna llena)

Dice la conocida tonada que “cinco lobitos tiene la loba”. La Loba (dejando aparte a Bette Davis), es aquí la señora Ardoy (una estupenda Diana Dors), “madraza” de sinceridad auténticamente “embarazosa”. Así lo comprueban el joven abogado Tom y su esposa Sarah (Christopher Cazenove y Celia Gregory).

Dos cosas quedan claras en Los niños de la luna llena: que lo mejor es no apartarse nunca de la carretera, y que, a más dinero, menos amigos y más amistades. Pues bien, Tom y Sarah se dirigen al apartado chalé de un conocido (un móvil les habría venido de miedo), cuando su destino les hace tomar un desvío hasta una mansión perdida en el bosque. Entre los buenos momentos, la sombra animal que se proyecta sobre la pared, un embarazo que no se rige por su ciclo habitual, las apariciones del “Pequeño Tibor” (Adrian Mann), tan mono como espeluznante, o el detalle del jardín alegre y cuidado que se vislumbra a un lado de la casa, pero que contrasta con el bosque agreste y sombrío del otro lado. 

Jocosamente, habría que abrir una separata para los giros argumentales de los “autos locos”: esos vehículos que parecen adquirir voluntad propia y se conducen a su bola sin causa aparente, para pasmo de sus dueños (¿más?, en Venganza de ultratumba y Las dos caras del mal). Alguna incongruencia (¿por qué Tom no es también convertido como otros varones del clan?: ¿sadismo ancestral?) no estropea la jarana bajo la luna llena.


La casualidad pone en contacto al detective inspector Clifford (Anthony Valentine) con la escritora de relatos criminales Natalie (Suzanne Danielle) en El águila de los Cárpatos. Su objetivo es atrapar a un asesino antes de que el nuevo libro de ella –el anterior parece haber sido tomado como “inspiración”-, vea la luz. Entre los sospechosos, la descendiente de una condesa sangrienta (Siam Philipps) y su sobrino Tagger (Barry Stanton), un transformista. El mito redivivo aquí es el tan cinematográfico de la femme fatale, y el humor inglés también se hace un hueco: el catre de una de las víctimas no tiene desperdicio.

De nuevo, es el azar quien determina una dirección “narrativa” y su consiguiente fatalidad (lo que antiguamente se dejaba al albedrío del jamelgo) en Las dos caras del mal. Una joven familia se topa con un autoestopista fantasma, ya que después del accidente, no hay forma de dar con este… al menos, hasta la conclusión del relato. Relato ciertamente desasosegante, donde la presunta incongruencia inicial da paso al terror psicológico, sostenido, o más bien prolongado, por Alan Gibson. 

Esto explica por qué el cabeza de familia, Martin (Gary Raymond), más parece un muerto viviente que un paciente en vías de recuperación, y por qué la joven esposa, Janet (Anna Calder-Marshall), manifiesta un comportamiento igual de anormal y compulsivo desde el incidente. En suma, un nuevo mito a refrescar, en este caso el literario (y liederístico) doppelgänger, el doble, o miedo a la personalidad escindida, en bullanguera mezcla con elementos de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the body snatchers, Donald Siegel, 1956), las conspiraciones setenteras y los zombis. Ahí es nada.


A todos nos ha pasado. Un autor o una canción de la que nunca habíamos tenido noticia de repente parece que nos persigue; nos la topamos por todas partes. Pues eso es lo que sucede a Edwyn con los números en La marca de Satán, donde no es necesario especificar a qué personaje-mito se hace referencia. Pues Edwyn (Peter McEnery), trabaja en un lugar sumamente sosegado: la morgue, aunque últimamente anda algo revuelta a causa del latoso fenómeno empírico que atormenta al empleado: ¿se trata de simple imaginación o de una verdadera conspiración demoniaca?

El episodio plantea otras premisas, por indemostrables, muy estimulantes: ¿y si el alma existiera?, ¿y si pudiera inocularse el mal por medio de algún virus diabólico?, ¿y si la persona que está a tu lado lo hace por interés? (esto ya es puro sarcasmo). El relato es lo suficientemente ambiguo como para plantearse (esta vez sí) que todo suceda en la mente del sujeto-paciente.

Seguimos. El espejo ha sido siempre sinónimo de vanidad, de nuestro otro yo, de lo oculto… hasta Stendhal lo empleó para definir la literatura, nada menos. Pero el espejo de El guardián del abismo, otro de los episodios mejor llevados, tiene un cometido propio y preestablecido: facilitar la conexión con las Fuerzas del Mal. Sobre el tapete, las sectas y sus sectarios integrantes (nunca muy predispuestos a sacrificarse ellos mismos). 

Es este un episodio (y son varios, como hemos señalado) de final desolador e incierto, en el que la realidad parece quedar reflejada al otro lado de ese espejo que, además, no permite que nadie se deshaga de él (o quedar oculto). El recuperado (otro) Don Sharp, hace que el relato no se estanque, sino que progrese adecuadamente. Incluso tiene cierta gracia que el romance entre la prosélita Allison (Rosalyn Landor) y el anticuario Michael (Ray Lonnen), sea equiparado con la actuación sexualoide de unos monigotes. Entre los buenos detalles, las referencias al ocultista isabelino John Dee y la imagen de la muchacha autolesionándose, perdida la razón, durante una de las parsimoniosas ceremonias; más el empleo del hipnotismo, junto a un ritual análogo a la invitación del vampiro por parte del líder de la secta (John Carson).


Finalmente, Visitantes del más allá / Visita del más allá, que pese a lo que hace suponer, no es un relato del profesor Quatermaass hammeriano, sino un entretenido relato de perturbados, sobre todo por su airada conclusión, en la que un acreedor nocturno y alevoso acaba recibiendo lo que se le adeuda… aunque en forma bien distinta a la esperada. En definitiva, un matrimonio no muy unido (de esos que se dan uno entre un millón: Kathryn Leigh-Scott y Simon MacCorkindale), se verá abocado a un susto morrocotudo cuando un cliente de él regrese (again) de su improvisada tumba.

Este último e irónico episodio de la serie (como hemos visto, formada por capítulos independientes, lo que permite un visionado alterno), fue escrito por John Elder (pseudónimo de Anthony Hinds), uno de los guionistas y productores con los que contó la Hammer en su etapa más fulgurante. Una enrevesada pero simpática superchería, reverso “terrenal” de Venganza de ultratumba: cualquiera que conozca el auténtico significado de La Muerte en el Tarot, se dará cuenta de la estratagema que constituye este broche final, dirigido por Peter Sasdy.


Entre los realizadores, Don Sharp, Alan Gibson, Peter Sasdy, Don Leaver, Robert Young, Nicholas Palmer y Tom Clegg. En cuanto a los guionistas, están Anthony Read, Jeremy Burnham (a quien se debe el apetitoso La reunión número trece), Gerald Savory, Bernie Cooper, Francis Megahy, Francis Essex (Grito silencioso), David Lloyd, Murray Smith, Don Shaw y David Fisher (El guardián del abismo). Y como curiosidad, entre los actores invitados, o de soporte, nos reencontramos con Michael Culver, Robert Urquart, Barbara Ewing, y un jovencito Pierce Brosnan (en El águila de los Cárpatos: nada, lo despachan en seguida…).

Televisada el año del fallecimiento de Terence Fisher, merece la pena pasear por esta Casa del Terror. Aunque se trate de la penúltima boqueada de una productora que ha dado mucho esplendor al cine, posee un innegable atractivo, y a veces, una más que destacada sordidez.


El alucinante mundo de Norman, de Chris Butler y Sam Fell

30 octubre, 2013

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La técnica del stop motion está unida a la historia del cine desde sus inicios, ayer nos acercamos con MB a Pesadilla antes de Navidad (1993) que a inicios de los noventa supuso el culmen de lo que Tim Burton había estado realizando en los ochenta con sus cortometrajes para Disney.

Ahora nos acercamos a una película más reciente, del año pasado, que tiene en relación con la mirada burtoniana la cercanía a la muerte y a la humanización de los espectros y seres oscuros. El alucinante mundo de Norman (ParaNorman, 2012) nos traslada a la vida del muchacho Norman, un marginado estudiantil que da el perfil de muchos de los protagonistas de aquellos films juveniles de los años ochenta, pero con la particularidad de tener un don sacado de El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999), cosa que descubriremos con buen acierto de la dirección.

Realmente, el personaje principal logra ganarse el favor del espectador con su forma inocente, asustada y, a la par, sincera de actuar, todo acompasado por intentar ir a contacorriente de la opinión de aquellos que no se atreven a aceptar lo desconocido o lo diferente. 

No obstante, este es, a su vez, el mejor acierto y el fallo principal del film de Butler y Fell, puesto que el carisma con el que cuenta Norman no se aplica al resto de personajes. La mayoría de estos son simples clichés que funcionan para parodiar a películas de género similar en lo que podríamos considerar un claro homenaje.

 
Un poder transmitido de generación en generación, una relación paterno-filial complicada, una madre comprensiva, un amigo gordito, un joven musculoso pero de pocas luces y una pseudo-pija que se enamora de este último son algunos de los elementos que conforman esta película y que rodean al protagonista y a la leyenda de su ciudad. Combinando momentos de gracia con reflexiones sobre el miedo, la incomprensión familiar y la injusticia, se logra un cuidado resultado dentro de esta laboriosa técnica que supone el stop motion. Quizás la cantidad de estereotipos que contiene y algunas escenas que bajan la buena calidad de la película hacen que sea más floja, aunque estos elementos forman parte del género.

La película logra ser una obra sincera, una buena pieza para disfrutar en familia y que seguramente hará disfrutar a todos sin ofrecer una historia demasiado azucarada. El encuentro final entre Norman y la antagonista logra ser de lo mejor de la pieza y confiere una ternura inesperada que recuerda también al maestro de la animación Miyazaki. El estudio LAIKA, especializado en el stop-motion, puede estar orgulloso de competir al mismo nivel que Disney, Pixar o Ghibli con la misma calidad, ofreciéndonos ya en el pasado Coraline (2009), del mismo director que Pesadilla antes de Navidad (1993), y el año anterior esta obra de Chris Butler y Sam Fell, ambos experimentados en el mundo de la animación habiendo participado en títulos como Ratónpolis (2006) o La novia cadáver (2005).


En definitiva, el film, en una línea similar a Super 8 (2011), nos recupera ese estilo ochentero de transmitir una historia con una técnica tradicional y artesanal del cine, pero con un resultado muy depurado. Una pieza con un metraje no demasiado extenso que nos hace reflexionar con un entretenimiento muy apetecible.


Escrito por Luis J. del Castillo




Clásicos Inolvidables (XXXVI): Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe

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En torno nuestro todo era horror, profunda oscuridad.
(Manuscrito hallado en una botella)

Cuando Edgar Allan Poe falleció ni siquiera hizo un cadáver bonito. Murió pronto y mal (si es que existe una buena forma de morir), y para colmo su huella en la literatura aún estaba por llegar. Fue gracias a la recuperación que efectuaron otros autores, como Paul Valéry, Rubén Darío, Dostoievski, y sobre todo, Lovecraft (en su recomendable El horror en la literatura), junto al no menos atormentado Charles Baudelaire, que Poe pudo “darse a conocer” al mundo.


Nacido en Boston en 1809 y fallecido en Baltimore en 1849, sus ansias “expansivas” y aventureras fueron pronto cercenadas o controladas por su padrastro, y pronto hallaron sustitución en el alcohol. Pero cuando regresaba la necesidad fisiológica de la evasión, al menos podía plasmar sus anhelos y “vivencias” en forma de narraciones.

Tampoco resulta nada extraño que el autor de Las flores del mal se sintiera atraído por el particular talento del bostoniano, habida cuenta de que Poe es una especie de “impresionista” del relato, donde, como veremos, lo que importa más es la impresión creada en el lector, por encima de otras consideraciones; además de por establecer una correspondencia de carácter simbolista entre objetos y lugares, y el estado anímico de sus antihéroes. Es decir, lo exterior como reflejo del interior, la raigambre simbolista. A estas alturas puede parecer cosa poco novedosa, otras artes han atesorado esta idea después, pero Allan Poe fue el primero en establecer dicha correspondencia de un modo franco y “a tumba abierta”.

Un buen ejemplo de esta correlación trascendente lo encontramos en la descripción del reloj y las distintas estancias del castillo del príncipe Prospero en La máscara de la muerte roja. Más aún, un hombre común, tal y como ocurre en algunos relatos cinematográficos, adquiere la facultad de ver lo que los demás no pueden (o no quieren); en este caso, a un misterioso viandante que se desenvuelve entre el gentío, justo después de haber sufrido una dolencia indefinida, de la que se está reponiendo, en el extraordinario (precisamente) El hombre de la multitud.

Dibujo de El extraño caso del señor Valdemar
De igual modo, Roderick Usher y su hermana sufrirán, en parte, del conocido spleen, ese hastío o desidia que determina “el hundimiento de la casa de Usher, y que volverá a aparecer en otros relatos. Además, Poe se sirve, como comprobamos en sus narraciones extraordinarias, del relato corto para elaborar unas piezas de orfebrería literaria que atenacen al lector de principio a fin: la extensión de este tipo de crónica resulta providencial para los deseos del escritor, libre de “impresionar” sobre el papel una atmósfera que es tanto psíquica como física (“exhalaciones gaseosas”, “ojos líquidos”, “vapor místico”, la luna…)

Para Poe, lo terrorífico también tiene carácter ancestral, humano en una acepción ontológica, es consustancial a él. Por eso, muchas narraciones parecen situarse en un tiempo y espacios indeterminados, como sucede con el castillo de esa especie de preludio de Dorian Gray que es El retrato oval. O con las bodegas-catacumbas de Montresor, bajo el lecho del río y con sus correspondientes criptas, en El barril de amontillado. Aquí ya no existe justificación para los actos criminales, salvo la mera antipatía –o anti empatía- congénita, que impregna al ocasional verdugo como un sudario. 

Ilustración de Bernie Wrightson (1976)
La maldad es pura. No estamos a las puertas, sino en pleno zaguán de la figura del psico-killer, como también demuestra El gato negro, magistral narración sostenida por la madurez e introspección psicológica que despliega el narrador de “los hechos”; aparte del sarcasmo del autor acerca de la fidelidad de los animales hacia algunas personas.

Hasta el joven (y autobiográfico) William Wilson padece una infancia consentida en el caserón de una aldea inglesa y sufre su propio desdoblamiento, la escisión de la mente.

La trágica agudización sensitiva de Roderick Usher también la hallamos en El corazón delator, cuyo trastornado protagonista ya no muestra remordimiento de ningún tipo. Poe profundiza de ese modo en una etiología del miedo, sus terrores son atemporales. Así, la sinrazón se traslada a un Auto de Fe en Toledo (El pozo y el péndulo) o a una embarcación perdida en el mar (Manuscrito hallado en una botella). 

Este último relato resulta bastante poético (recordemos que Poe fue en primer lugar poeta), por la sucesión de adjetivos sonoros que describen la tempestad y toda la angustia del protagonista, incluyendo esa bella imagen final del abismo como un anfiteatro. En El hundimiento de la casa de Usher incluso inserta un poema a modo de balada.

De modo que, el punto de vista varía, se altera según el estado de ánimo del sujeto, y Poe inmiscuye al lector, rehusando con anticipación las teorías formalistas por venir. El suyo es el terreno de la mente, y en El pozo y el péndulo la locura ya no es individual, sino abiertamente general: todo un colectivo participa de ella, y el narrador, que literalmente vivió para contarlo, es salvado in extremis.

Metáforas expresivas y una enorme riqueza de imágenes distinguen el estilo de Edgar Allan Poe: “bandadas de hombres” y “mareas humanas”, sinestesias como “negro desierto”, “pronunciación plúmbea”, “ébano líquido”, “sonido hueco”…

Realidad y ficción se entrecruzan en las consideraciones iniciales de El entierro prematuro (relato que además incluye la visualización de una alucinación). Supersticiones, anomalías mentales y físicas, aún más extrañas patologías… la agudeza mórbida de los sentidos de Roderick Usher como la somatización del inminente mal de fin de siècle, a través de unos más que disfrutables relatos inaugurales de género.

La traducción de Mauro Armiño para Valdemar, o las clásicas de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, reflejan maravillosamente esta concepción vital. De hecho, las Narraciones Extraordinarias recuerdan continuamente hasta qué punto es grande la deuda adquirida con Poe.

Escrito por Javier C. Aguilera


Pesadilla antes de Navidad, de Henry Selick

29 octubre, 2013

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Se cumplen veinte años del estreno de una peculiar película de animación infantil que, sin duda, se ha ganado ser catalogada como clásico para los jóvenes de esta generación: Pesadilla antes de Navidad (The nightmare before Christmas, 1993). Este atípico cuento navideño desprende una brillante mezcla entre lo sombrío y la afectividad, entre la ternura y la oscuridad. Aunque fue dirigida por Henry Selick a través del stop motion, fotografiando plano a plano las distintas posiciones de sus muñecos protagonistas, Pesadilla antes de Navidad es, sin duda, una película acuñada a Tim Burton como principal responsable, productor e impulsor del proyecto, una idea que nació allá por 1982.


En esta película descubriremos una curiosa historia ambientada en la ciudad de Halloween, donde habitan seres extraños y horrendos, cuya máxima festividad a lo largo del año es, precisamente, celebrar Halloween, con todos los macabros elementos que trae consigo. Aunque, en realidad, cada día en esa ciudad es Halloween para todos sus habitantes. En este tétrico lugar hay un personaje que destaca sobre los demás, el que será, también para nosotros, el protagonista: Jack Skellington, el alma del espíritu halloween. Y es que es Jack el encargado de ambientar y organizar esta fiesta para su ciudad, consiguiendo que todo salga perfecto año tras año. 

Precisamente Jack será quien descubra otra fiesta clásica en nuestro mundo: la Navidad, y le maravillará tanto que decidiría cruzar la puerta que le lleva a la Ciudad de la Navidad. Allí es testigo de cómo todos sus habitantes son felices, cómo los niños juegan y ríen sin cesar y cómo un hombre vestido de rojo, Santa Claus, es el responsable de toda esa alegría. Así pues, Jack regresa a su ciudad con la idea de organizar él mismo la Navidad, como tantos otros eventos que ha dirigido con éxito; eso sí, al estilo de Ciudad de Halloween. Sin embargo, su amiga e inocente Sally le advertirá del peligro que supone robar la Navidad, ya que no todo saldrá tan bien como Jack ni el pueblo piensa.


La historia en un mundo tierno y macabro está presente también en otras películas de Tim Burton, como Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990). Sin embargo, esta historia se centra en el arraigo de dos celebraciones multitudinarias en Estados Unidos, como son Halloween y Navidad. La bondad y la maldad se personifican en dos ciudades antagónicas que el protagonista quiere, inocente e inútilmente, unir para convertirlas en sus formas de vida.

Oogie Boogie, el villano de la película
Pesadilla antes de Navidad está repleta de guiños irónicos, chistes macabros y todo un sinfín de personajes peculiares y extraños, como Sally, una versión renovada del monstruo de Frankenstein en dulce y femenina, que se pasa la película descosiéndose o uniendo sus brazos y piernas. Gracias a su carácter y a sus circunstancias se convertirá, sin duda, en el personaje más tierno del film. Además, Jack, con sus deseos de unión y bondad, es un perfecto anfitrión y cumple los requisitos necesarios para ser un verdadero protagonista.

Por otra parte, el film cuenta con una excelente banda sonora firmada por Danny Elfman y, como ya hemos destacado, la calidad visual y creativa que la película aporta gracias a la técnica de stop motion, que ya usarían posteriormente otras películas como El alucinante mundo de Norman (Paranorman, 2012) o Los mundos de Coraline (Coraline, 2009), esta última también de Henry Selick. Además de todo ello, factores como la diversidad de los personajes o la originalidad a la hora de abordar lo que podría ser un convencional cuento navideño infantil, terminan por hacer de ella una de esas rarezas de culto y joyas del cine de animación de todos los tiempos.



This is Halloween, this is Halloween...


Escrito por Mariela B. Ortega



Para el sábado noche (XXIII): Halloween, de John Carpenter

28 octubre, 2013

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Halloween, o La noche de Halloween, (Halloween, CIP, 1978), de John Carpenter, ha quedado como la película canónica del sub-género slasher, aquel que cuenta con un psicópata asesino y un grupo de adolescentes acechados y, finalmente, algo indispuestos. Las razones de este status son evidentes: está muy bien filmada. Y de nuevo hemos de hacer hincapié en el cine como un relato (bien) narrado a través de la imagen, alejado de predilecciones glamurosas y animadversiones. 

Escrita por Debra Hill y el propio Carpenter, encargado además de la retentiva y ya clásica banda sonora, Halloween se benefició de las aportaciones de una serie de profesionales en ciernes, como el director de fotografía Dean Cundey. El slasher -o splatter, más gráfico aún-, con sus incongruencias (aquí, que el doctor permanezca esperando solo en la casa deshabitada, o que la chica no escape al mismo tiempo que lo hacen los niños), sus tiempos “muertos” y sus hormonas y feromonas, se institucionaliza en la presente película. 

Aunque no fuera la primera, sí mostró mejor la ausencia de un sentido “moral”, con que se solía pervertir la idea de fondo. En la película de John Carpenter el mal es totalmente abstracto.

El preludio sitúa los hechos en un pueblo de Illinois llamado Haddonfield, durante la víspera de Todos los Santos de 1963. Es más que conocida la secuencia de apertura, en que la cámara adopta el punto de vista del asesino, cuya identidad sabremos al final de dicho segmento, proporcionando uno de los elementos gramaticales más característicos del género. El formato panorámico original, hace que el momento resulte mucho menos confuso que en las copias vistas hasta entonces.

 
Aunque cierta confusión “psíquica” (en un sentido positivo) sí que prevalece. Es a la que tratará de acercarse el doctor Loomis (Donald Pleasence), interesado en averiguar hasta qué punto es posible perder la condición de “humano” mediante un acto terrible, y en conocer, como se suele decir, la “mente criminal”. Loomis acabará refiriéndose al joven Michael Myers como a un “ser”, o más incorpóreo, “el mal” (que como curiosidad, aquí fue interpretado por el futuro realizador Nick Castle). Ello queda ilustrado en una de las dos secuencias descartadas (en este caso tristemente), en la reciente edición para formato DVD, pero que sí existían en las anteriores copias (comentaré la otra, menos relevante, al final). En ella, situada en mayo de 1964, el doctor Loomis advierte de que la catatonia del muchacho puede ser, hasta cierto punto, fingida, aunque es ninguneado por sus colegas médicos. La secuencia se completa con el psiquiatra acudiendo a la habitación donde se encuentra recluido Michael, y en la que, tras observarlo unos segundos, le dice “les has engañado a todos, pero a mí no”. La acción se traslada entonces al Día de Difuntos de 1978.

Las calles del actual Haddonfield parecen un intrincado y pesadillesco laberinto al aire libre. En efecto, el pueblo parece estar más muerto que vivo, apenas se ve gente por las calles (es un apunte inquietante, aunque venga marcado por las restricciones de la producción), y el hecho de pedir auxilio en plena calle y de noche, como lo toca hacer a Laurie (Jamie Lee Curtis), no hace sino despertar los recelos de sus convecinos.

Son recursos que forman parte de la simplicidad de la historia, pero no denotan simplismo. De hecho, “psicológicamente”, Halloween es más interesante de lo que aparenta. Tenemos a Laurie, que es descrita -de nuevo por medio de la imagen, no verbalmente- como una chica responsable, algo apocada, aunque resuelta. Por otro lado, también se muestra la crueldad de los niños “normales”, que acaban arrojando al suelo a Tommy (Brian Andrews), con su calabaza, y que hace que nos preguntemos por la familiaridad y contagio de la violencia. Y es que Tommy es diferente, tiene imaginación, aunque de momento tenga que esconder sus tebeos bajo el sofá (seguramente un apunte biográfico de Carpenter).


Un mal abstracto, que nunca muerte, es una idea atractiva que, desgraciadamente, fue explotada por la posterior saga ad nauseam, algo que Carpenter lamenta bastante en el audio que acompaña a la edición española en DVD de la película, ya que el sentido de los personajes y ese ritmo cadencioso que el realizador supo imprimir al relato, queda pervertido en favor de una violencia destinada a impresionar al espectador.

Y es que ritmo dilatado no es sinónimo de pérdida de tiempo. Se trata de una narración minimalista que transcurre en “tiempo real”. Un buen ejemplo lo proporciona ese momento en que la cámara se desliza a plena luz del día para mostrar a una segunda víctima, de hecho, la primera desde que Mayers escapa del psiquiátrico, pero que el buen doctor no ve.

Otro ejemplo lo encontramos cuando Laurie se dirige a la casa “de enfrente”: el contraplano es su propia mirada, solo cuando llega al porche la visión se “normaliza”. De hecho, John Carpenter ya demostraba que una cosa es ser esquemático y otra superficial. Así, Halloween es un relato eminentemente visual, de miradas, de tiempos sostenidos ¡pero no muertos!


Entre los instantes más memorables, los focos del coche que iluminan a los pacientes del psiquiátrico, sueltos por la instalación; los cristales empañados de otro coche, y ese momento genial por “irracional” de la lápida sobre el lecho… de muerte.

La segunda secuencia eliminada a la que hacía mención muestra a Laurie y su amiga Annie (Nancy Loomis) charlando en casa de la primera, y nos aclara por qué Laurie deja de pronto de parecer tan preocupada, ya que deciden tomar al extraño por un compañero de curso.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (XXXV): El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson

27 octubre, 2013

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En muchas ocasiones, las series de televisión, pero especialmente las infantiles y juveniles de animación, recurren a la adaptación de algunas obras literarias, especialmente cuentos, para capítulos especiales en su programación. De esta forma, somos muchos los que hemos conocido historias célebres sin acercarnos al original, en gran parte porque lo sentimos familiar, conocemos el suceso clave y la falta de intriga aparta la lectura, aplazándola constantemente. Este error lleva a desvirtuar realmente la calidad de una obra como la que vamos a comentar a continuación, porque es en esa situación en la que se encuentra El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde.


Su autor, Robert Louis Stevenson, ya había sido comentado por nuestro compañero Patomas haciendo mención a su obra En los mares del sur, pero esta novela es bien distinta a aquella obra más autobiográfica. A los apuntes ya realizados sobre la vida de Stevenson, cabe mencionar la amistad que mantuvo con Arthur Conan Doyle y J.M. Barrie, a quienes conoció en la Universidad de Edimburgo y de los ya hemos hablado en alguna ocasión. Por otra parte, centrándonos ya en la novela en cuestión, existen varias anécdotas sobre el manuscrito de la obra original, incluyendo las palabras de su familia, quienes afirman que quemó la primera versión del mismo, aunque la veracidad de tal hecho sea dudosa. De lo que podemos estar seguros es que Stevenson reflejó en su novela lo que la psiquiatría llamaría, de manera posterior, el trastorno disociativo de la identidad, adelantándose a las teorías de Freud.

Aunque este punto sea ampliamente aceptado por la crítica general, no debemos dejar pasar el hecho de que la obra va más allá del conflicto entre Jekyll y Hyde, pudiendo obtener una lectura contra la hipocresía de la sociedad londinense. No obstante, este tipo de cuestiones no solo son visibles a través de estos dos característicos personajes, diferente cara de una misma moneda, sino también del resto. Además, pese a estar catalogada como obra de terror, tiene el aire de un relato de Conan Doyle y su célebre detective, Sherlock Holmes, pero con una ambientación más cercana a la imagen que el acervo popular ha otorgado a Jack el Destripador. Como curiosidad, este violento y desconocido criminal perpetraría sus crímenes dos años más tarde de la publicación de esta obra dentro de la espesa niebla londinense que acompaña también a la descripción que realiza el autor de Londres.


En el inicio de la aventura desvía nuestra atención del dúo con una intrigante conversación que asienta las principales dudas que tendrá el lector durante la obra, acompañando al abogado Utterson. Este será durante la narración el investigador al que seguiremos, siendo nuestros ojos en el relato. El personaje mantiene una vida corriente, en una buena posición social y con un carácter más similar al inocente Watson del primer encuentro con Holmes que al avispado y científico Sherlock. Un hecho trivial dará pie a la sospecha de Utterson en míster Hyde, lo que conducirá a la búsqueda de la verdad en el resto de la obra, especialmente cuando sus crímenes vayan saliendo a la luz, para temor de su amigo Jekyll, un hombre afable, honrado y honesto al que parecen estar chantajeando.

Según avanza la novela, la intriga se irá haciendo mayor, incrementando el suspense y la inquietud. Stevenson logra realmente una mezcla entre una novela negra y el terror. Será ese factor de miedo el que provoque explicaciones que son fruto de la superstición y no de un análisis científico, como sucediera en el Sabueso de los Baskerville o en un estilo semejante a Edgar Allan Poe, cuya obra seguramente leyó nuestro autor. El misterio se resuelve con dos cartas, la última escrita por Henry Jekyll, dentro de un mismo estilo que hemos podido ver en otras obras.

La última carta despliega a su vez toda la reflexión sobre la dualidad del bien y del mal en el hombre, una imagen que ha quedado también reflejada en la típica escena donde un ángel y un demonio discuten en el hombro de algún personaje. La conciencia moral contra la perversión deseada, el enfrentamiento al que toda persona atiende y en el que Jekyll intentó encontrar una solución fácil, aunque al final solo sirviera para descubrir al terrible Míster Hyde.

Escrito por Luis J. del Castillo



Publicidad No-Subliminal (XXVII): La televisión se viste de Halloween

26 octubre, 2013

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Halloween no sólo es cosa de niños. Tampoco exclusivo de un público concreto. Un año más, pretende dirigirse también a los adultos, entre los que, además, se está experimentando un aumento de la popularidad: fiestas, disfraces, bromas y comida creativa; todo lo necesario para crear una experiencia memorable en una fecha tan destacada.

Si bien es cierto que las generaciones nacidas en los años 80 y 90 años demuestran mayor tendencia a seguir disfrutando de los momentos que disfrutaron y vivieron desde niños, es de esperar que las experiencias y reclamos de Halloween dirigidas a los adultos posean un gran efecto retorno para las empresas que los realizan. Y es que casi cualquier marca puede utilizar este evento como una oportunidad para una campaña de publicidad audiovisual diferente y terrorífica en la medida de lo posible.

 
Por otra parte, no nos remontamos muy atrás cuando hablamos de Halloween como una fiesta que sólo se celebraba al otro lado del charco; esta, al igual que otras muchas costumbres americanas, se ha ido extendiendo rápidamente y con gran aceptación en el resto del mundo. Siguiendo la tradición de dicha noche, los espíritus de los muertos convivirán con los de los vivos. Será, por lo tanto, una noche plagada de fantasmas, una figura a la que la publicidad recurre una y otra vez, y no sólo con motivo de Halloween. En televisión, un medio por el cual se puede llegar a muchísimo público al mismo tiempo, la publicidad no duda en vestirse para la ocasión y nos ofrece una imagen distinta a la que nos tienen acostumbrados. Al igual que ocurre con las series televisivas, en las que los guionistas elaboran capítulos especiales con motivo de dicha celebración, sobre todo las realizadas fuera de nuestras fronteras.


American Horror Story es un claro ejemplo de ello. En 2011 emitió un doble capítulo bajo un nombre bastante previsible: Halloween, parte I y II. Ambos episodios utilizaron a la perfección todos los elementos que pueden darse en la noche de Todos los Santos. Tal y como se dice en la serie y en la esencia estadounidense de la fiesta, en la noche de Halloween los muertos caminan libremente; así, a lo largo del doble capítulo, hay una convivencia directa entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Sin duda, son una pieza única que resumen perfectamente el espíritu más terrorífico de Halloween en televisión. 

Por otra parte, si pensamos en capítulos dedicados a Halloween, es imposible no hablar de una serie tan longeva como Los Simpson, que lleva celebrando esta festividad desde el segundo año de emisión. Estos capítulos especiales se diferencian claramente del resto de la serie por el cambio radical en la estética de la misma: opening terrorífico y tres partes independientes de una historia, centradas normalmente en algún miembro de la familia o en alguno de sus personajes secundarios. ¿Quién no recuerda a esos gigantes que cobran vida o a Homer como único superviviente de un apocalipsis nuclear? Hay tantos episodios a lo largo de más de dos décadas que se hace difícil elegir sólo uno.

Una muestra de las diferentes formas de abordar Halloween en las series televisivas
Pero otro caso contrario en televisión son esas series que usan Halloween como un evento más a los que sus personajes acuden a modo de festejo, sin cambiar un ápice la estética de la misma ni dar absolutamente nada de miedo. Es lo que ocurre con Cómo conocí a vuestra madre (How I met your mother, 1x06 Slutty Pumpkin). El protagonista, Ted, acude cada Halloween a la misma fiesta con el fin de encontrar a una chica disfrazada de calabaza putilla que conoció hace años. Puede que la calabaza nunca vaya a aparecer, pero el episodio merece la pena ya sólo por ver a Barney innovando con cada disfraz con el que nos sorprende como forma de ligar. En definitiva, un divertido episodio que sigue el estilo habitual de la serie.

En la televisión es bastante previsible que aparezcan interrupciones periódicas en series como las anteriores para emitir publicidad. Si nos dedicamos a analizar los anuncios que aparecen en fechas cercanas a Halloween, encontraremos muchas sorpresas como las siguientes. El primer anuncio que traemos viene por parte de la conocida cerveza Heineken. En él, un peculiar Drácula sale de su típico refugio en una noche como esta para disfrutar de esta bebida. Porque incluso en Halloween nunca está de más pasar frío.



Y de bebidas va la cosa. El siguiente spot que presentamos lo firma la legendaria Coca-Cola. En él veremos a un joven tranquilo que bebe el refresco mientras ve la televisión. Cuando se dispone a coger otro, en la cocina se encontrará con dos inquietantes personajes que han pasado a la historia del cine de terror: las gemelas de El resplandor. A partir de ese momento, nada volverá a ser igual para el protagonista de este anuncio.


El último anuncio que destacaremos viene por parte de la conocida marca de desodorantes AXE. Lo que hacía presagiar una escena típica de Scream, una chica desvalida en su casa que recibe una aterradora llamada de teléfono y un monstruo que se presenta en su salón y se dispone a atacarla, acaba por ser una situación cómica con intervalos desagradables y con un final apasionado, gracias al conocido Efecto AXE.



En definitiva, hemos descubierto que qué mejor manera de enfatizar con los posibles clientes existe que buscando elementos comunes con el público como son las celebraciones o fiestas populares. La próxima celebración cercana que destacaremos será, como cada año en nuestro blog, la Navidad, todo un clásico en el mundo publicitario y empresarial. Y es que la publicidad no se queda al margen de las celebraciones que disfrutamos todos y ve la ocasión perfecta para atraer un futuro público fiel.

¿Truco o trato?


Escrito por Mariela B. Ortega




Para el sábado noche (XXII): Fundido a negro, de Vernon Zimmerman

25 octubre, 2013

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El cine es la realidad a veinticuatro fotogramas por segundo (Jean Luc Godard).

Fundido a negro (Fade to black, 1980, American Cinema) se ha convertido en lo que suele llamarse una película “de culto”, al margen de sus cualidades fílmicas, un tanto raquíticas, o de su condición de film off-Hollywood (etiqueta que conviene matizar bastante).

Poca cosa sabemos de su realizador, Vernon Zimmerman, como comprobamos en la IMDb, documentalista anecdótico, realizador escaso y escritor dicharachero, como atestiguan sus comedias de acción The unholy rollers (1972) o Deadhead miles (1973), donde actuaba Alan Arkin. Y pese a todo, Fundido a negro es una película altamente disfrutable, ideal para estos días festivos que se aproximan o para nuestros sábados nocturnos (o si se sale el sábado, pues el viernes…).

Para el joven Eric Bingam (Dennis Christopher) la cinefilia es una patología. Vive con su (presunta) tía Stella (Eve Brent), que está paralítica (lo que anticipa uno de los múltiples guiños cinematográficos que asaltan el relato; es fácil suponer cual), y que para colmo de males le recrimina que no viva “en la realidad”, como hacen “los demás” (lo que presupone la normalidad de ese ente abstracto que son “los otros”).

De hecho, a Eric le fastidia de modo supino la ignorancia cinéfila, ya que para él, el cine se encuentra al mismo nivel que otros datos computables, históricos o geográficos, que generalmente se dan por sabidos. Es decir, incorpora el cine con mayúsculas al grueso de la cultura como la mejor y más genuina manifestación artística que definió el siglo XX, y no únicamente (que también), para evadirse de la grisura de la cotidianidad que le envuelve como una losa.


Tenemos entonces: un chico que busca consuelo de todo lo que le rodea en las películas, mucho más reales para él que su entorno físico, que cuenta con un refugio propio, su habitación-sala de cine, y que no puede relacionarse “con los demás” como establecen los cánones sociales, aunque lo intenta. Así, Eric Bingam es el epígono de un particular tipo de filosofía: la que ve la vida como una película y trata de modificar el entorno que le rodea actuando en consecuencia.

Tras cosechar una decepción tras otra, amorosa, laboral… Eric opta por adoptar la máscara del actor, física (el maquillaje) y finalmente, psíquica, con lo que se completará su particular asimilación de la ficción-realidad, el pináculo de su psicopatía. Es decir, Eric dejará de creerse un determinado personaje cuando se ducha, y que se olvida al salir de casa, para pasar a la acción. Su partidista impartición de la justicia puede ser tan justa o injusta como los comportamientos de algunos de los personajes de sus películas favoritas.

En este sentido, las referencias cinéfilas son numerosas, pero no solo por medio de insertos, esos “momentos estelares” del cine, sino porque Eric se ha convertido ya en un personaje más, con múltiples facetas.


El relato especular abunda en humorismos cáusticos, como la desprejuiciada tesis de que los abusos a Eric y el desequilibrio familiar son los responsables de su comportamiento psicótico, o que el motor de sus actos sea reflejo de una delincuencia mostrada antes por el cine, pero que ya encuentra buen acomodo en la televisión.

En el caso de Eric, el entorno asfixiante y un primer “accidente premeditado”, le hacen descubrir el placer de la emulación, último jalón de su perspicaz vesania que lo convierte en una metonimia física, en movimiento. A partir de ahí, no queda más que el trágico mutis del antihéroe.


Fundido a negro es una gozosa rechifla sardónica, una ditirámbica miscelánea de malsana sorna, auténtico “ofni” (objeto fílmico no identificado), sostenido por el buen hacer de Dennis Christopher, poco antes de convertirse en Brian, soldado de primera clase (Don’t cry, it’s only thuner, 1982, Peter Werner).


Escrito por Javier C. Aguilera "Patomas"




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