Los Diez del Titanic, de J. Reyero, C. Mosquera y N. Montero

22 diciembre, 2012

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Osito de G. Gatti, jefe de cocina del Titanic, regalo de su hijo
Mi querida mamá, espero habréis tenido la visita de mis amigos y os habrán dado noticias mías. Tenía la intención de escribiros una carta larga pero todos estos días he estado ocupado a bordo del vapor y me ha sido imposible.
Muchos abrazos para ti y todos los de casa. Tu hijo que te quiere, Juanito.
Éste vapor es el más grande del mundo que va a salir por primera vez. Se llama Titanic.
(Extractos de las cartas de Juan Monrós a su madre).

Antes de la carrera por la conquista del aire y el espacio, estuvo la del mar. Millones de vidas entrecruzándose de acá para allá durante décadas que suman milenios. Este año se ha cumplido el centenario del hundimiento del Titanic, y parece oportuno, a través del presente libro, Los Diez del Titanic (LID, 2012), conocer la historia de los únicos diez españoles a bordo de un barco que ya forma parte de la misma.


1912 puede considerarse un año de “inflexión”, una suerte (mala) de prólogo a la Primera Guerra Mundial, con todos los cambios sociales y mentales que supuso. A partir de 1919, el mundo ya no iba a ser el mismo. No podía. Se ponía fin a una era de descubrimientos e inventos, de euforia; ilusiones que también naufragaron entre las olas del desconcierto y la podredumbre (aunque estas se revistieran de vinos espumosos, flappers y ritmos sincopados en la década huérfana de los años 20; recordemos, también los años del gangsterismo). La Gran Depresión (no es la primera, como vemos), certificó el final de toda una época. Como decía Galdós en su Fortunata y Jacinta, los cambios vienen sin verse venir la mayoría de las veces.

Héroes y cobardes, personas de carne y hueso, con todo lo malo y todo lo rescatable del ser humano, rostros de los que comenzaron a formar parte, a su pesar, los pasajeros del Titanic, que del mito han ido incorporándose al plano de la realidad, al irles pudiendo poner, desde 1912 hasta hoy, nombres propios.


Los autores del libro hacen un interesante recorrido por algunos de los cachivaches fascinantes y demás entresijos del descomunal y elegante barco (información que se completa con la oportuna presencia de varios planos y esquemas), lo que incluye la presencia a bordo de todos los pets, los animales de compañía. La aportación de datos permite hacernos una idea de la envergadura del proyecto, como el hecho de que tuvieran que edificarse escuelas para poder escolarizar a los chicos de los más de 15.000 trabajadores involucrados en la construcción del Titanic y el Olympic, en Belfast, Irlanda (hasta 1922 parte del Imperio Británico). Junto a otras curiosidades, como que de las cuatro enormes chimeneas del barco, solo tres fueran operativas porque la cuarta (en realidad, la tercera), actuaba como respiradero y elemento decorativo para epatar.

El Titanic y el Olympic
Y llama la atención, a pesar de alguna que otra errata a la deriva (mal demasiado común en las ediciones tan modernas de hoy), el estilo directo pero personal que desarrollan los autores, que no se limitan a informar asépticamente, como ocurre en tantos relatos periodísticos, sino que van creando una empatía por medio de una prosa ágil y cuidada, en clara complicidad con el lector.

Pues bien, tras una prueba de comunicación por telégrafo de larga distancia, respondida por la estación Marconi de Santa Cruz de Tenerife, el Titanic arriba al populoso puerto de Southampton, en el sur de Inglaterra. Otras dos escalas le aguardan en Cherburgo, Francia, y Queenstown, hoy Cork, en Irlanda, antes de dirigirse a su aciago destino.

Interior del Titanic
El 10 de abril de 1912, tras retrasarse su terminación durante meses por motivo de las reparaciones de su hermano gemelo, el Olympic (botado al fin en 1911 y desguazado en 1935 tras todos esos años de servicio), el Titanic inicia su fatídica singladura, arropado por la fatalidad de un destino empeñado siempre en darle caza, como ocurrió con los binoculares de a bordo, el encontronazo con el trasatlántico Nueva York, cuya colisión se evitó por muy poco, la situación del buque Californian, el más cercano al Titanic “la noche de autos” (o de barcos), o el caso de Edgar Andrews, de 17 años, junto a otras fatídicas circunstancias de muchos de los pasajeros. Entre los de más abolengo, el magnate Benjamin Guggenheim, o el empresario Isidor Straus, copropietario de los almacenes Macy’s de Nueva York. En definitiva, un total de 2.222 personas entre pasaje y tripulación (2.223 en otras fuentes).

Sorprende (y conmueve, y hace recapacitar) la cantidad de personas, entre ellas muchos familiares, que tuvieron una premonición con respecto al Titanic. Unas “malas vibraciones” que oscilaron entre cierta inexplicable inquietud, a la total certeza de que al barco le iba a suceder algo. Y así, la noche del catorce, como sabemos, acontece una descomunal catástrofe que ya forma parte del imaginario colectivo, y que ha sido debidamente conocida a través del desgarrador relato de los supervivientes, poco más de 700 personas, frente a las más de 1.500 (un disparate) que perdieron la vida ahogándose o congelándose en las heladas aguas. Un drama en doloroso contraste con la placidez de la noche y el mar. Una noche sin luna en el Atlántico Norte.

Iceberg con el que impactó el Titanic en una fotografía realizada cinco días después
La tragedia funesta del Titanic provocó no poca consternación y asombro. Muchos supervivientes relataron que en un principio la mayoría pensaban que podrían regresar de nuevo al barco, y que incluso, cuando este se partió en dos por la presión y se hundió, todavía no podían creer lo que estaban viendo, máxime cuando apenas unas horas antes acababan de tomar su cena confortablemente.

En el apartado siete del libro se enumeran los muchos navíos que acudieron al lugar aquel infausto día y los siguientes, con el fin de recuperar, primero supervivientes, y más tarde los cuerpos que flotaban a la deriva. Resulta especialmente emocionante la identificación, en 2007, del pequeño de diecinueve meses hallado por la tripulación del Mackay-Bennett, y que desde la tragedia ha permanecido enterrado en Halifax (Canadá), en el Cementerio del Titanic. Los avances en medicina forense han podido darle al fin un nombre y apellidos. Fue el cuarto cuerpo en ser rescatado por dicha tripulación; el primero fue un chico de nueve años (que también es mala suerte).

Un par de botas en la tumba del Titanic
Libros, páginas web, películas como El hundimiento del Titanic (Jean Negulesco, 1953), La última noche del Titanic (Roy Ward Baker, 1958), y Titanic (James Cameron, 1997), e incluso una mini serie de TV, nos recuerdan de cuando en cuando la realidad de una tragedia que causó estragos en muchos hogares, y que en realidad fue doble: la de los pasajeros y tripulación que quedaron en el barco, y la de los supervivientes, que o bien con una familia rota, o bien arruinados, tendrían que aprender a vivir con el funesto recuerdo del desastre el resto de sus vidas.

Entre esas vidas, las de los pasajeros Servando, Fermina, Encarnación, Emilio, Víctor, Mª. Josefa, Julián, Asunción, Florentina y el único tripulante español contratado, el joven Juan, de 20 años, camarero del Titanic.

Tres de los pasajeros españoles: Victor Peñasco, Juan Morós y Fermina Oliva
Diez españoles a bordo.
Víctimas fueron todos, pero solo siete de los diez pudieron salvarse.

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