La noche del demonio, de Jacques Tourneur

11 diciembre, 2012

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“Ahora quiero que de un salto en el tiempo… es la noche del demonio”.

Producción británica de 1957 distribuida por Columbia Pictures, La noche del demonio tiene como armazón el relato El maleficio de las runas, de M. R. James (1862-1936 -editado en España por la imprescindible Valdemar), el mejor cultivador de la Ghost Story.


Por esos vaivenes crítico-lectoriles, que se afanan en repetir los nombres de siempre hasta la saciedad, es James un autor no tan conocido, aunque sea igual de estimulante que Poe (1809-1849), Stoker (1847-1912) o Le Fanu (1814-1873). Igual podría decirse de Jacques Tourneur (1904-1977), en el sentido de que no solo dirigió un importante corpus fantástico y de terror, sino que, además, es autor de otras obras que conviene retener, tales como Retorno al pasado (1947), El halcón y la flecha (1951) o Wichita (1955), sin desdoro del referido corpus, compuesto por las notables obras que todos conocemos: La mujer pantera (1942), El hombre leopardo (1943) y Yo anduve con un zombi (1943); todas para el mítico productor de la R.K.O. Val Lewton (1904-1951). Una influencia, la de Tourneur, que podemos rastrear en otros trabajos posteriores, de artistas diversos, como La novena puerta (The Ninth Gate, 1999), de Roman Polanski (1933): los "defectos de visión" del bibliófilo interpretado por Johnny Depp (1963), cuando se halla en una biblioteca pública, remiten claramente a La noche del demonio, donde a su vez, se dan cita todos esos mitos ancestrales tan del gusto de Lovecraft (1890-1937) y, para no quedarnos en lo de siempre, también del gran Ambrose Bierce (1842-1914).


La primera imagen de la película de Jacques Tourneur es un plano general de Stonehenge, sobre el que se sobreimpresionan los títulos de crédito, y donde la voz en off, evoca los poderes de la oscuridad y la brujería a través de las runas, “la forma más antigua del alfabeto”. El protagonista, el doctor Holden (Dana Andrews), más que un investigador, es un racionalista que rechaza lo sobrenatural. Un escéptico que antes de tomarse la molestia de investigar un hecho, presenta mil razones por las cuales es científicamente imposible. El personaje no puede estar mejor delineado desde el principio; ni que decir tiene que acabará cambiando de opinión: para James-Tourneur, el prejuicio y el inmovilismo nunca fueron una opción.

Bien, el doctor Holden acude a un congreso científico en Londres, tras haber conocido en el avión, sin saberlo, a la sobrina de un colega que ha fallecido “en extrañas circunstancias”. Se trata de un encuentro nada edulcorado, como suelen serlo, más bien brusco. Curiosamente, en dicho congreso Holden entablará relación con otros colegas, tan científicos como él, que no se cierran a “lo extraño”: El protagonista, que cree saberlo todo porque ha-escrito-un-libro, se muestra impertérrito frente al torrente de indicios que le presenta uno de ellos.


Sin embargo, junto a la sobrina del fallecido profesor Harrington, Joanna (Peggy Cummins), nuestro doctor se adentrará (¿investigará por primera vez?) en el espinoso mundo de los cultos satánicos. En concreto, el de un tal Karswell (Niall McGinnis), afable inquilino de una mansión campestre que responde al eufónico nombre de Lufford Hall. Bajo los ropajes de la filantropía, de caracter familiar y bien educado (y con mayor don de gentes que Holden, sin familia que sepamos), Karswell hará tambalear los asertos de Holden. “¿Dónde está el límite de la realidad?”, le espeta el presunto brujo, añadiendo “Me gusta ir contracorriente”.

Y como nadie regala nada en este (ni al parecer en el otro) mundo, resulta interesante constatar cómo Karswell también queda sujeto a una jerarquía. Es decir, que también tiene jefes (estimulante idea), a los que ha de rendir cuentas como todo hijo de vecino. En pos de una explicación más racional y establecida, Holden visitará la biblioteca del Museo Británico, pues basa su razón en lo que pueda demostrar en un laboratorio o hallar impreso. Como llega a decir, todo lo que no se pueda explicar a través de la ciencia no existe, por lo tanto, son histerias, alucinaciones, autosugestión u otras taras psicológicas. Pero su visita al Museo le pone tras la pista de un Necronomicón perdido. Así, cuando lo intangible se va haciendo tangible, y alcanza este plano de la realidad, Holden recibe un pergamino que sella su destino, siendo esta la primera vez que ha de responder con un “no lo sé”.

 
Una somatización que culmina con la controvertida aparición del demonio itself. De hecho, lo que parece molestar, más que su presencia, es la toma de partido por una vertiente, por más que esta viniera impuesta por el estudio para disgusto de Tourneur. Pero recordemos que anteriormente, Karswell ha provocado todo un vendaval físico; es decir, que la “materialización” de lo extraño ya se ha producido. Desde ese momento, la película no es tan “ambigua” como se ha pretendido (¡salvo que creamos en la casualidad, y no causalidad, de la citada tormenta!). De tal manera que, para enfrentar la postura de Holden, parece necesario plasmar esa otra realidad a través de algo más que indicios y suposiciones. Ha de ser constatada, por ejemplo, a través de la icónica figura de un gato negro, o de una mano que asoma furtivamente por el encuadre. Ampliando el marco de referencia de las propuestas, crematísticas, no se olvide, de la RKO. Por otra parte, ¿por qué no ha de resultar real lo que tanto Harrington como Holden conteplan? Al fin y al cabo, solo ellos están capacitados para percibirlo: solo las víctimas, que se encuentran solas...

De este modo, tras la objetivación, la plasmación de lo improbable -que también posee su cara de farsa: la sesión de espiritismo, representación chusca del fenómeno y mero juego de salón para damas ricas y aburridas-, nada podrá ser lo mismo. Como concluye Joanna, “tal vez es mejor no saber”.


En cualquier caso, lo anteriormente expuesto es una opinión personal con la que no hay que estar de acuerdo. Lo verdaderamente importante es subrayar el carácter estimulante de la propuesta, infinitamente más interesante que la reciente e irregular Luces rojas (Red Lights, Rodrigo Cortés, 2012), más que ambigua, ambivalente.

La noche del demonio puede ser un plato perfecto para una buena noche de Halloween, además de una obra de obligado visionado para todos los amantes del misterio y el buen hacer cinematográfico. Cuenta con un guión ejemplar de Charles Bennett (1899-1995) y Hal E. Chester (1921-2012), que hace honor al original de Montague Rhodes James (Lovecraft no ha tenido tanta suerte, salvo a ráfagas), junto a una contrastada y prístina fotografía, en un expresivo blanco y negro, a cargo de Edward Scaife (1912-1994), que otorga densidad a los sólidos encuadres de Jacques Tourneur. A lo que se suma el espléndido uso del sonido y la banda sonora de Clifton Parker (1905-1989).


Escrito por Javier Comino Aguilera "Patomas"


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