La mujer del obispo, de Henry Koster

30 diciembre, 2012

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Dudley: Todos venimos de nuestro propio planeta, por eso somos diferentes.

Nuestra segunda propuesta fílmica para esta Navidad es La mujer del obispo (The bishop’s wife, Goldwyn Productions, 1947), de Henry Koster (en sustitución de William A. Seiter, con el que parece ser que Samuel Goldwyn no se puso de acuerdo). Por su parte, Koster no ha pasado de ser lo que se denomina, no sin cierta condescendencia, un eficaz artesano, algo que tampoco es mala cosa, si no lo entendemos de manera peyorativa. Henry Koster dejó un puñado de “gratas” películas, como Mi prima Raquel (My cousin Rachel, 1952), La túnica sagrada (The robe, 1953, recordemos, la primera película filmada en formato Cinemascope), La reina virgen (The Virgin Queen, 1955) y El invisible Harvey (Harvey, 1950). Y la que nos ocupa, agradecida muestra de relato navideño, que espero guste a los seguidores de nuestro baúl tanto como a mí. La fotografía corrió a cargo del experimentado y maravilloso Gregg Toland (responsable de Ciudadano Kane, Citizen Kane, 1941, Orson Welles), los efectos “artesanales” fueron obra del no menos mítico John (P.) Fulton, y Hugo Friedhofer compuso una bonita banda sonora, editada hace poco en formato CD.

De izquierda a derecha: Robert Nathan, Henry Koster y Robert E. Sherwood
Tampoco el equipo de guionistas era “manco”, de él se encargaron Leonardo Bercovici y el gran Robert E. Sherwood (con aportaciones posteriores, por lo visto, de Billy Wilder y Charles Brackett), en base a la novela de Robert Nathan del mismo título, publicada en 1928. Nathan (1894-1985) escribió un buen número de novelas, entre ellas la que dio origen a otra película de corte fantástico (y fantástica película), Jennie, de William Dieterle, 1948 (que espero poder comentar, ya durante el transcurso del próximo año). No sería mala idea que una editorial se atreviera a traducir las más destacadas.

Julia: Parece que sea malo divertirse.



La primera imagen de La mujer del obispo es aérea, la cámara desciende sobre una población cualquiera en época de Navidad. Alguien pasea por entre la gente. La observa, más bien. Se trata de Dudley (Cary Grant, espléndido como siempre), del que pronto sabremos que es un ángel, enviado en esta ocasión para ayudar al matrimonio Brougham, formado por el obispo Henry (estupendo David Niven) y su esposa (Loretta Young, igual de bien).

Dudley no hace milagros -aunque considere la posibilidad-, solo algunos trucos, pues su deber es el de proporcionar ayuda sin grandes alharacas, lo que conlleva poner un poco celoso a Henry, para que este recupere no solo su arrojo, sino la confianza en sí mismo, abrumado como está por tanta responsabilidad y viva demostración de lo tedioso que puede llegar a resultar el trato con los demás, lo absurdo de las apariencias. 


Esta “intrusión” de Dudley, tomado como secretario del obispo, proporciona uno de los apuntes más bellos del relato: la humanidad en la figura del ángel, una “raza” que no puede permanecer demasiado tiempo sobre un mismo sitio, porque podría encariñarse. Al fin y al cabo, se supone que alguna vez también fue humano.

Profesor: Le creo, no sé por qué.

También resulta atractiva la figura del viejo maestro, un hombre con mucho recorrido (se comenta que hasta dio clases en Viena), convertido en un no-creyente, pero con la singularidad de que su amargura interior no le impide respetar a los demás y vivir la festividad “a su manera”: compra un arbolito porque le recuerda su infancia y porque la Navidad le hace pensar en la paz en el mundo. Este profesor Wutheridge (Monty Wooley, que años después volvería a coincidir con Cary Grant en Noche y día, el descafeinado biopic sobre la vida de Cole Porter) lleva años tratando de concretar su Historia de Roma, la mejor desde Gibbon, buscando el aporte de nuevos datos (más que solaparse a la canónica), aunque, con toda seguridad, nadie la leerá (¡esto es algo que ni el ángel está en disposición de evitar!). Así, el profesor sufre, según propias palabras, la enfermedad de la frustración. Se encuentra hastiado, escaso de ilusión (no puede culpársele, ha vivido mucho) y sin nadie a quien poder transmitir su legado. A pesar de ello, el viejo maestro no rehúye el contacto con sus vecinos y agradece una buena visita.


Pero el relato de Nathan la emprende especialmente contra los que manejan “el cotarro” y andan con la cruz colgando, en exhibición; aquellos que son “más papistas que el Papa”, los miembros del comité de la Catedral. Concretamente, bajo la adusta apariencia de la señora Hamilton (Gladys Cooper), una Mrs. Scrooge que, pese a todo, también acabará abrazando su lado más “humano”. Al igual que el protagonista del relato de Dickens, sufrirá una transformación y acabará destinando los fondos de la ostentosa catedral a viviendas para los necesitados. Esta conversión proporciona una de las imágenes más divertidas (y emotivas) de la película: la del ángel Dudley tocando el arpa.


Dudley: Henry, me va a ser difícil ayudarle hasta que sepa lo que en realidad quiere.

En La mujer del obispo no hay contraplanos molestos ni subrayados, solo la eficacia de la puesta en imágenes, incluyendo algunos planos “terrenales”, que muestran a los personajes en ligero contrapicado y de cuerpo entero, tal vez con intención de mostrar lo prosaico de tener a veces “los pies en el suelo”, denotando las obligaciones frente a la arrinconada imaginación, o para significar, sencillamente, que todos somos humanos.


De nuevo, el apoyo de actores como Elsa Lanchester (la criada Matilda) o James Gleason, interpretando a Sylvester, el taxista, añade a la película ese toque tan especial.

Una vez terminada su labor en casa de los Brougham -una casa en la que volverán a escucharse las risas-, el relato acaba con Dudley, de nuevo entre la multitud. Solo que ahora ya sabemos lo que se debe de sentir. Es la soledad del ángel.

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